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Una rata

No sé si será señal de buena o mala suerte, pero la otra noche tuve una pesadilla, a cuenta de una rata que paseaba con impunidad por la plaza del Charco. Al final, la próstata me evitó que el sueño se dilatara porque me levanté una de las dos o tres veces que necesito ir al baño cada noche y así perdí el hilo de lo soñado. Odio las ratas. Mi padre, que había hecho la guerra aunque fuera de monaguillo, se enfrentaba a ellas con decisión, porque en la casa de mis abuelos, donde vivíamos, que era una mansión enorme, de vez en cuando se colaba alguna, sobre todo si alguien se olvidaba de colocar la bola de piedra en el desagüe del patio de entrada, tras una lluvia copiosa. Por eso siempre teníamos perro y alguna gata. Una gata, Greca, que sólo respetaba a mi abuela, se me tiró cuando, recién parida, quise acariciar a sus crías. Casi me saca un ojo. Desde entonces, los gatos no son precisamente mi debilidad, aunque haya algunos muy hermosos. A mi madre se le cayó en cierta ocasión una rata encima, cuando mi padre perseguía al roedor saltando (ambos) de armario en armario. Puede que esa se colara por entre las varillas del falso techo enyesado, porque ya se sabe cómo se construían antes las casas, aunque fueran mansiones, y la afición de los ratones por situarse en la parte más alta de aquellas viviendas. Por la noche se les oía echar carreras y uno no podía dormir con confianza. Mi padre les ponía trampas, unas jaulas en las que caían como moscas. Luego las sumergía en un estanque y les daba una muerte por ahogamiento. A mí me parecía cruel aquello, pero él no tenía piedad con los molestos roedores que podían atacar a sus hijos. Qué tiempos. Me dicen que en Santa Cruz se cuentan cuatro ratas por habitante. ¡Dios!

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