Es tarea compleja identificar los aspectos positivos que esta pandemia está dejando tras de sí, poniendo del revés nuestra cotidianidad. Sin embargo, a tenor de los cambios experimentados en los últimos meses, y que han modificado significativamente nuestras conductas, observamos situaciones que podrían llegar a consolidarse dada la respuesta que han tenido por parte de la ciudadanía.
A todos aquellos urbanitas que vivimos en la densidad de nuestras ciudades, nos llamó la atención durante las semanas de confinamiento, descubrir el silencio en nuestras calles, sorprendernos con el cantar de los pájaros o disfrutar de un aire más limpio en nuestras viviendas. Ha habido una toma de consciencia de los espacios que habitamos, ya sea entre las paredes de nuestras casas o en el entorno urbano más inmediato.
Existe una cuestión clara que se ha evidenciado, más si cabe, con esta situación pandémica; es necesaria una evolución hacia un modelo de ciudad más eficiente en todos los aspectos: el social-organizativo, el económico y el medioambiental. Este modelo no tiene otro objetivo que mejorar la calidad de vida de los ciudadanos.
La superpoblación del planeta, el consumo desmedido, la escasez de recursos naturales como el agua y la energía, la contaminación y la desigualdad social, entre otros factores, han impulsado la aparición de las denominadas ciudades sostenibles.
Uno de los grandes problemas con los que se encuentran las ciudades en su camino hacia el desarrollo sostenible es la reducción de las emisiones de CO2, donde la movilidad de la población, y más concretamente el uso intensivo del vehículo privado, parece haberse convertido en un conflicto de difícil solución.
En la isla de Tenerife el asunto se agrava. Es la segunda zona de todo el territorio español con mayor número de vehículos por kilómetro de carretera, solo por detrás de Pontevedra. El parque automovilístico, entre particulares y de alquiler, tiene una densidad 3,5 veces más alta que la media del país. Actualmente tenemos uno de los mayores índices de vehículos por habitante y kilómetro cuadrado de Europa, según apuntaba hace unos meses a este diario Miguel Becerra, director insular de Fomento y Movilidad. En total, unos 800.000 coches en circulación, un importante problema teniendo en cuenta nuestra condición insular, las dimensiones de nuestro territorio y su fragilidad.
Es cierto que la orografía de las Islas y un modelo urbano basado en la dispersión no ha ayudado a desarrollar fórmulas más eficaces de movilidad sostenible, pero tampoco se vislumbran, desde los órganos de gobierno, iniciativas decididas e integrales para atacar esta cuestión.
Tenerife es hoy lo que denominamos una isla-ciudad, pues con el paso de los años ha transformado su plataforma costera en un sistema metropolitano altamente densificado. Un anillo donde conviven áreas urbanas y zonas de cultivo, todo ello tejido por una potente estructura viaria.
Miremos hacia afuera y veamos qué sucede en otros lugares: durante la pandemia, el Ayuntamiento de Barcelona ha aprovechado la actual coyuntura para “ganarle” espacio al coche y “regalárselo” a los ciudadanos, actuando sobre alrededor de 50 hectáreas de asfalto con un coste mínimo. Pero esta actitud transformadora no es nueva. Salvador Rueda, reputado ecólogo y gurú de la movilidad sostenible en España, lleva más de 30 años defendiendo esta postura. En su recorrido ha asesorado al consistorio local para hacer de Barcelona una ciudad más amable y sostenible, desarrollando propuestas que restan protagonismo al coche.
Desde la Agencia de Ecología Urbana, que hasta hace unos meses lideraba, ha confiado en la posibilidad de hacer unas urbes más verdes, con más carriles bici, con supermanzanas que agrupan calles y limitan el tráfico al de los vecinos. El balance entre el coste de las operaciones realizadas, donde emplean estrategias de urbanismo táctico y los resultados obtenidos tras las primeras actuaciones -datos reales recogidos por un equipo multidisciplinar de profesionales-, demuestran el éxito de la propuesta. Es, probablemente, el proyecto de reciclaje urbano más importante del mundo sin demoler un solo edificio y sin desembolsar grandes cantidades de dinero.
La idea es sencilla, recuperar el espacio cedido al vehículo privado y devolverlo a los ciudadanos. El urbanismo táctico o urbanismo do-it-yourself se basa en la sustitución de coches por personas y se realiza con una metodología que permite ensayar y corregir. Es incluso reversible. Obras que, con escasos medios económicos se realizan con pintura, vallas y mobiliario urbano móvil, muchas veces reciclado; elementos menos costosos y que pueden ejecutarse en un corto espacio de tiempo.
Esta manera de actuar en el espacio público está siendo desarrollada en numerosas ciudades alrededor de todo el mundo. Un ejemplo reciente lo encontramos en la ruidosa y contaminada intersección rodada de Times Square, en el corazón de Nueva York, que se ha convertido en los últimos tiempos en una zona completamente peatonal dedicada a la cultura, la convivencia y el comercio.
Lo experimentado en Barcelona está siendo adaptado e implantado por otras ciudades españolas con una larga trayectoria en el compromiso con la sostenibilidad como es el caso de Vitoria. Casualmente, ésta ocupa uno de los primeros puestos en los indicadores de ciudades con mejores condiciones de salud del país.
En el territorio insular, hemos detectado un interés por parte de las Administraciones Púbicas en este sentido. Sin ir más lejos, durante el primer semestre del 2020, el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria encabezaba con 22 medidas de calado el listado de municipios canarios en el fomento de la movilidad sostenible. Este plan, elaborado por la Concejalía de Movilidad, apuesta por la creación de ejes de circulación seguros que funcionen como corredores para los desplazamientos cotidianos, para el paseo y la recreación. Estas medidas también promueven el uso de la bicicleta con más kilómetros de carriles bici y el uso del transporte público.
En las últimas semanas, debido a las restricciones relacionadas con el Covid19 en el campo de la restauración, hemos visto con sorpresa y nos atreveríamos a decir, con cierto júbilo, cómo plazas de aparcamiento, tramos de acera e incluso pequeñas calles han sido ocupadas por terrazas. No queremos que lo anteriormente expuesto se confunda con la apropiación por parte de una entidad privada de un suelo que nos pertenece a todos, pero sí como una suerte de urbanismo espontáneo, no programado, que fomenta el intercambio y revitaliza nuestro espacio público.
Cabría preguntarse si, ante esta circunstancia, los sectores con poder de decisión habrán caído en la cuenta del éxito involuntario de la propuesta. Y, si fuera el caso, ¿existiría la posibilidad de darle continuidad? Hacer la prueba y mantenerlo, como un ejercicio de ensayo-error del que nos podríamos beneficiar todos. Quizás, para ello sea necesario asumir algunos riesgos, armarse de valentía y no tener miedo a probar, a debatir sobre el terreno, porque de este proceso aprendemos y mejoramos nuestro entorno urbano.
La ciudad es un ente vivo, constituido por una gran variedad de capas, superpuestas y conectadas, cuya naturaleza reside en un cambio constante. Las grandes epidemias del s. XIX generaron importantes transformaciones urbanas, sociales y culturales en las ciudades y, como se apuntaba al inicio de este texto, pese a la dificultad de verle la cara amable a la pandemia, quizás sí sea pertinente descubrir las oportunidades que este tiempo de incertidumbre nos puede brindar.