el charco hondo

La dulcería

Se despertó como cualquier otro jueves, con automatismo, cumpliendo con el ritual diario. Ningún síntoma de que algo fuera mal, o raro. Idénticas horas, y rutinas. Frente al espejo no detectó señales diferentes a las de otros días; seguía siendo él, sí, pero no. Nada había cambiado, pero sí. El café le supo a poco, cuándo no. Se preguntó por qué los laborables el sueño le golpea más duro que los fines de semana. Yo qué sé, qué sé yo -pensó-. Sentado frente a la pantalla del ordenador no abrió la boca, tampoco habló con nadie, no articuló palabra, y no tendría que hacerlo hasta la tarde. Reuniones telemáticas, ya sabes, tú sabes. No hubo llamadas, si acaso cuatro o cinco mensajes que respondió con desgana, abreviando. Fue al mediodía, algo antes, o después, cuando bajó a la calle. Salió a comprar pan, pero al pasar por la dulcería que han abierto junto al bar hizo algo inusual. Improvisó, y entró. Fue allí, en la pastelería. No fue antes. Ni después. Cuando se dirigió al empleado los acontecimientos se precipitaron. Sus oídos no reconocían las palabras que salían de su boca. Hablaba, pero quien lo hacía no era él. Un escalofrío le recorrió la espada, creyó estar sufriendo algo que bien podría ser vértigo o vete tú a saber, yo qué sé, qué sé yo. Se escuchaba, pero no daba crédito. Me pone unos ahorcaditos, un par de buñuelos de viento, milhojas de crema pastelera, cañas, hojaldrinas, pestiños, roscos del santo y cuatro sobaos -dijo, sin apenas coger aire-. El encargado, desconcertado, disimuló e hizo por no mostrar sorpresa alguna; y no fue fácil, lo conocía, o ya no. Desencajado, procuró que el pánico no lo devorara. Hablaba él, pero no era él. Solo los peninsulares son capaces de llamar a los dulces por el nombre, y él es de aquí, o lo era. Cuando los canarios pedimos dulces en las pastelerías lo hacemos por señas, ya sabes, tú sabes, sí, de los redondos, no, los de detrás, los que están justo al lado de los que tienen algo blanco por encima, sí, dos, y también de aquellos, no, un poco más abajo, ahí, al lado de los cuadraditos, sí, esos, y también me pones cuatro de los rectangulares, no, los chiquititos con algo dentro no, los canelos de la derecha, ahí. Y ahí estaba él, llamando a los dulces por su nombre. Recordó que anoche se había quedado dormido viendo una serie en la que, tú sabes, un tipo se colaba en otros cuerpos. Empezó a sudar. Respiró profundo. Optó por sentarse en un banco, necesitaba comprender qué estaba pasándole. A ver qué tal están los ahorcaditos -dijo una voz que le salió, otra vez, de adentro-.

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