despuÉs del paréntesis

Teresa

Teresa de Cepeda y Ahumada no se sorprendió. Acusó el registro en la conciencia y sonrió. Pese a que los varones pulularan a su alrededor, ella leyó y estudió. Se topó con la frase de Aristóteles que (supuestamente) habría de sojuzgarla: “Las mujeres son animales imperfectos y, por consiguiente, de menor valor que los hombres”. “¿Eso somos las mujeres?”, se preguntó. ¿Cuestión de crédito? Pero por esa locución se afianzaron las bases. Había amurallado conventos por convicción, se había dado a la estima de las letras y había desplegado su ingenio en hermosas y sólidas páginas que proclaman la rectitud y que jamás se borrarán.

El requisito del portentoso filósofo no era su ser sino lo que temiera de su genio. Así que programó la prudencia. La cuestión a resolver no era lo que los machos habían instituido, la cuestión a resolver era la convicción. Convocó a sus almas gemelas, a las almas a las que (como a ella) les habían impuesto nuevos nombres: Oliva Sabuco de Nantes y Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana. Discutieron sobre lo que se desplegaba ante su juicio: la enunciación del mundo por lo equitativo, lo sensato, lo avezado… Atesoraban el don de la providencia (porque Dios las creó de ese modo), luego procederían conforme a semejante instancia: el decoro, la cordura… para ajustar los desmanes.

Vindicaron la estrategia a seguir: hacer claudicar a los farsantes. Y se impusieron lo que el Hacedor les dictaba: ajustar los delirios. Así que hubieron de proceder. El sujeto de martirio que eligió Teresa de Ávila era el Papa Eugenio IV, que habría de disponer su cuello para que la dama lo salvara de la desolación. Oliva Sabuco de Nantes encontraría al padre que le robó la sabiduría y la había suplantado en la tapa de un libro proverbial, Nueva filosofía de la naturaleza del hombre. Lo mataría con una pericia suprema. Juana, llamada de la Cruz, hubo de toparse con el obispo de Puebla Manuel Fernández de Santa Cruz, que urdió condicionarla llamándose Sor Filotea de la Cruz. La ejecución asimismo sería ejemplar; México lo percibió.

Las muertes susodichas no se encuentran en las enciclopedias; matar no es condición de las grandes. Mas la ficción proclama lo que esos personajes (hombres) significaron en la vida de Teresa (siglo XVI), Oliva (final siglo XVI) y Juana (VII). De lo cual se deduce lo que las proverbiales mujeres nombradas imponen a la eternidad: lo medido, lo logrado, lo maestro. ¿El gran Aristóteles se opondría a ese rigor?

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