el charco hondo

Testimonio

Los chicos no tienen la culpa, bastante tienen con lo suyo. Sus familias pagan lo que no tienen, embarcan, se la juegan, y llegan, si es que llegan. Y ven pasar las tardes, y los días con sus noches, y otro, y otra. Pasan semanas sin que nada pase, sin alguien que haga algo por sacarlos de aquí. Sienten que han fracasado en el intento de llegar a la península, a Francia o Bélgica, a tantas ciudades donde están esperándolos conocidos o familiares. Sus familias les preguntan, hablan a diario. Cuándo te dejarán salir. Por qué sigues ahí. Y ellos, frustrados, piensan que han fallado a los suyos. Y se dedican a matar las horas. Fuman. Beben. Bajan a La Laguna. Se acercan a Santa Cruz. Vuelven. O no. Pasean cual espectros por los alrededores del campamento, en Las Raíces. Te los tropiezas cuando entras en los comercios, pidiendo, envolviéndote con una nube de manos, suplicando que les des algo, lo que sea. Intimidan. Dan pena, pero te rodean y te sientes invadida, pero, ojo, los vecinos de la zona tenemos claro que lo de menos es la procedencia, o el color. Qué más da si senegaleses, gaditanos, malienses o extremeños. Qué importa si negros, blancos o amarillos. A ellos, y a nosotros, a quienes vivimos cerca del campamento, quienes han permitido este dislate nos tienen despertando diariamente a una pesadilla, que es la nuestra, pero también la de ellos. Somos protagonistas involuntarios de una situación que acabará mal, lo verás. La tensión crece, y de qué manera. Insisto en que los vecinos no los culpamos, te lo juro, pero dos mil chicos sin oficio, beneficio o expectativa, merodeando las casas, fantasmales y perdidos generan inquietud. No digo miedo, pero sí inquietud. Observan. Te siguen con la mirada. Te los cruzas en caminos de tierra que no tienen iluminación, así que debes conducir con cuidado para no llevártelos por delante. Asoman, curiosean al otro lado de las ventanas, revolotean por las viviendas de por aquí. Cantan, por la noche. Sí, cantan. Imagina cómo se escuchan cientos de voces a las tantas, en la oscuridad. No los culpamos, créeme, pero los caminos y las pistas del monte están ahora llenas de ropa abandonada, botellas, colillas y excrementos. Ojalá me equivoque, pero algún día contaremos una desgracia. Quienes vivimos por allí no nos atrevemos a dejar las casas. Y nadie dice ni cuenta nada. Nos preguntamos cuántos médicos hacen un seguimiento a estos chicos. Ya hay clanes, es lo que tiene tenerlos ahí tanto tiempo. Es un disparate, un desastre, una pesadilla, para ellos, y para los vecinos. No se sabe ni la mitad de lo que está pasando. Algo ocurrirá, Jaime; algo grave, pero cuando pase ya será tarde.

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