Acabo de salir de una tortura de dos horas de radio a la que me sometió un compañero y sin embargo amigo. Ya no me llaman sino para que cuente cosas viejas, que casi siempre son las mismas porque tampoco me han ocurrido tantas dignas de sacar a la luz. Y aproveché, como hago siempre, para dar dos o tres rastrillazos a la política de sátrapas de este país, cada vez más parecido al chavismo. La gente llama mucho, es muy participativa, casi siempre para el elogio, aunque la crítica me va más porque me da pábulo a la discusión. En mi exilio portuense de balcón y ordenata estoy en ventaja, cara a la calle, porque permanezco muchas horas en casa y llego a tiempo al excusado, no me cago por el camino como cuando me cantan los divertículos en la calle y tengo que apretar el culo, so riesgo de echar fuera de sitio el género que todo el mundo lleva dentro. En casa estoy como en un baluarte, lleno de libros y de recuerdos, que no son otra cosa que trozos de hojalata y ceniceros robados en hoteles del mundo. Pura quincalla, que no le sirve a nadie sino a mí y que me trae generalmente buenos recuerdos de viajes y de novias. Así que soy feliz de estar ante el ordenador, aunque no tenga el más mínimo interés por la escritura; lo perdí hace tiempo, igual que perdí la fe a fuerza de ver tanta desgracia alrededor. Los inventos de la Internet y de los teléfonos móviles han sido claves para los puretas, porque mientras los jóvenes los utilizan para sus pollabobadas, los viejos lo hacen por necesidad y por seguridad. Por ejemplo, los enfermos del covid, que tienen las visitas prohibidas, se desahogan a través del celular con sus familias, a cualquier hora del día. Deberían también dar un móvil a cada preso.