A falta de otra cosa que hacer, aprovechando las bondades climáticas de la primavera, me he echado a coger solito en el balcón. La perra me ha imitado y ahí está, calentándose también. Cuando en este Puerto no sopla el aire fuerte, su clima se convierte en una delicia. Me llega el olor a salitre desde San Telmo y se me enciende la bombilla de la inspiración, aunque todo lo que escribo lo tiro a la papelera. Ni una publicación más que no sea el puto folio o la entrevista de la semana. Me han pedido un guion para un documental y me lo estoy pensando. El primer guion que escribí fue en 1964 para un reportaje –muy lento- sobre el Puerto de la Cruz, que se conserva en la Filmoteca Canaria. Lo protagonizaron los miembros de la Sección de Estudiantes del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias, en esos tiempos bajo la dirección de Analola Borges, a quien nosotros llamábamos respetuosamente “señorita”. El documental es horroroso, pero la lozanía de todos nosotros hace añorar tiempos pasados y mejores, probablemente. El Puerto siempre tuvo inquietudes culturales, algunas reales y otras cogidas con alfileres. Como todo lugar marinero, el Puerto es maledicente y hosco, pero en el horizonte ha tenido, por los años, un candil cultural encendido. Y mi generación no fue mala del todo, teniendo en cuenta que vivía y gobernada Franco y no se podía uno salir mucho de madre. En esa época saqué el carné de conducir para transitar con el Simca 1000 por delante de la ventana de la casa de mi novia. Y me peleé a piñazos con un rival de amores. Y era muy deportista. Y me sabía el pueblo de memoria. Ahora que he regresado no conozco a nadie, afortunadamente, y cuando me asomo al balcón la gente me saluda, pero yo no sé qué gente es esa. Ay.
NOTICIAS RELACIONADAS