por quÉ no me callo

Lo que nos faltaba: el gen de la violencia

El arrebato de la violencia se expande como otra pandemia estridente, que se apodera de todas las culturas y latitudes. Nos cuesta habituarnos al síncope de la violencia callejera, a la que asistimos con espanto en nuestras calles de las Islas.
Es la secuencia arrabalera de una pandilla de futbolistas majoreros adscritos a la moda salvaje de las filmaciones espontáneas en plena urbe de agresiones sin venir a cuento como en aquella oleada de berrinches carnavaleros con la sonrisa del payaso estampada en la cara inocente de la víctima fortuita, que el bulo y alguna episódica gamberrada hizo viral antes de que ese término arraigara en las redes sociales.
Reitero que nada de esa suerte de insubordinación pendenciera nos es propia, tampoco cabe el fácil pretexto de asignarla a las malas prácticas importadas de los surburbios de países lejanos, que se han hecho tan próximos y familiares como cualquier barrio de la ciudad. Pero la herida se ha ido agrandando en las venas de nuestra perpleja sociedad insular, anteayer apocada y hoy contrariada y feroz.
El taller de armamento del regente de la residencia de ancianos del Santa Cruz incrédulo que subsiste a la pandemia ha sido el acabose. No pudimos sospechar en la peor de nuestras pesadillas que un vecino de la capital, dedicado a tareas gerontológicas, fabricara en sus ratos libres, a hurtadillas clandestinas armas peligrosas en impresoras 3D, cual remedo de videojuego o perniciosa artesanía en tiempos de las maldades más inconcebibles, y que esa actividad terrible o terrorista, adobada con manuales de guerrilla urbana, se fraguaba sigilosamente mientras la ciudad dormía y despertaba cada jornada ajena a tales experimentos en su trastienda.
La Policía y la Agencia Tributaria desmantelaron la buhardilla con su inventario y arsenal. Santa Cruz tenía el primer taller de España de semejante tecnología, y no es ningún mérito, sino un síntoma, que conviene rebajar hasta la anécdota, si no fuera que las noticias del mundo nos ilustran con asiduidad del tic de estas cosas y sus consecuencias fatales.
Una vez el exmilitar español que, al parecer, ejerció en las Fuerzas Armadas de Venezuela y huyó cuando llegó Hugo Chaves ha sido descubierto y desmantelada su factoría, el aquelarre no cesa. Mientras aguardamos ansiosos el desenlace de la trama, quiénes más, si acaso, están detrás, y hasta dónde cabe preocuparse, amén de preguntarse, por los pormenores del suceso, cuáles eran los propósitos del lobo solitario que burlaba al virus para matar el tiempo en sus guerras sucias, salta el de la escopeta de balines de Las Palmas, que se agrega a la fiesta de los despropósitos. ¿Hasta cuándo?

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