Ni la muerte de Bernard Madoff en la cárcel, donde cumplía una condena vitalicia (de 150 años) por arruinar con una estafa piramidal a las grandes fortunas de hedge funds de Estados Unidos y medio mundo, hace una década. Ni las sanciones de Biden a Putin por interferir en las pasadas elecciones con sabotajes y ciberespionaje en auxilio de su amigo Trump. Ni la guerra que se ve venir al este de Ucrania (la guerra del Dobás). Ni la policía letal del Tío Sam con los negros y los niños con los brazos en alto. Ni ninguno de los males imaginables de que son capaces las mentes más diabólicas que gobiernan tras despachos manchados de sangre. Nada de todo cuanto pueda suceder a peor nos aparta la mirada de la pandemia.
Es el volcán de la erupción que no cesa. La nube de hongo de la bomba cuya radiación se expande como un manto de calima en todas las direcciones sin pausa. El Chernobil del mundo, implacable e imparable. Y bajo esa capa tóxica en que se reproducen granadas con espículas que han estallado sobre nuestras cabezas hemos caído víctimas de una infección que no es solo pulmonar, sino también mental. Saldremos -cuando salgamos- tarados. Los efectos vendrán cuando toque. Todas las guerras dejan su huella, su trastorno por estrés postraumático. Y lo más doloroso es que no estamos en condiciones de adivinar todavía cuáles serán esos efectos, qué clase de individuos seremos en el futuro, con qué malformaciones, por qué instintos nos regiremos. (Algunos síntomas prematuros en el comportamiento social que vemos en las crónicas de sucesos no son nada alentadores.) Qué arrebatos serán más corrientes. En qué se traducirá, día a día, toda esta explanada de miedo.
El pandemónium que nos espera es un falansterio sin normas de convivencia. Nos haremos una Constitución pospandemia a la medida de cada grupo o unidad de existencia; el canon de los días venideros, si es la violencia, seguirá cobrándose víctimas, en una mundo de derechos desiguales, según qué grado de crueldad o bonhomía de los gobernantes (ya lo estamos viendo). Así que habrá circunstancias en que, al igual que en su día surgieron ONG para cubrir los vacíos de deficientes Estados, brotarán mecanismos, entidades, formaciones que no serán como los partidos y clubes que no se reducirán a cotos privados con derecho a piscinas climatizadas, donde la gente se agrupará para sentirse segura en tanto el desbarajuste de mundo que saldrá del túnel dé paso a una sociedad como Dios manda. Quiero pensar que esto último será posible tras los dislates entre un tiempo y otro. O no habrá sociedad que valga, sino otra cosa, en un destino feo de gente malencarada, como ahora, cuando ya esa distopía se ha hecho presente. Solo caben los sueños de refundarlo todo de la mejor manera, lo cual no es poco, incluso excesivo, pero hemos de negarnos a tirar la toalla ante el descenso del hombre a los infiernos.
2021 y todo lo que reste de esta década de borrón y cuenta nueva no es tiempo para nadar y guardar la ropa, para ciudadanos y líderes demasiado mesurados y mucho menos cobardes. Biden ha leído la falsa oda del coro de tiranos a los que se mide (eche el lector un rápido repaso a ese elenco). Y, en contra de los pronósticos, elige un lenguaje de marine y cruza el río con el cuchillo entre dientes. “Asesino”, llamó a Putin, y ahora lo sanciona contra la pared. Es posible que el populismo más rancio y bolsonaro prospere por un tiempo, que le hubiera gustado vivir a Trump, pero ojala ya sea tarde para él, que quizá se adelantó a esta ola y nos alertó del tsunami. Pero es innegable que otros siguen su estela y permanecen intactos en sus puestos. En realidad, el único que falta es él para que el mundo pospandémico sea perfectamente indeseable. Los ignominiosos siguen ahí y anhelan refuerzos para cuando el virus decaiga. ¿Ha habido algún otro periodo reciente, salvo el tándem Hitler-Stalin, en que la humanidad tuvo motivos para sentirse tan aterrada e indefensa? Estaba Churchill, con sus luces y sombras. Y pronto llegaron otras cabezas bien amuebladas que ocuparon la escena como tablas de salvación. Estamos en la hora decisiva, saliendo del túnel y entrando en la boca del lobo. Hay cierta depresión posparto en la sociedad.
La pregunta que ya late ante la inmunidad de rebaño es: ¿Y ahora qué? Habrá que levantar los nuevos cimientos del mundo. ¿Es previsible, con el actual reparto de dirigentes, un concierto universal, una pax mundi, un contrato de potencias, conferencias como las de Teherán, Yalta o Potsdam para el nuevo orden de posguerra como hicieran los Aliados en la Segunda Guerra Mundial? Se nos hace cuesta arriba poner caras a esa imagen, una foto con mascarillas, por cierto.
Por una puerta se abre paso el nuevo hom@ pandemicus que entra en escena aséptico, con una leve hinchazón en el hombro vacunado y un pasaporte verde digital, y por otra se marchan algunas de aquellas cabezas que más confianza nos dieron en este periodo beligerante. Se despide Merkel, que es una baja considerable. Macron está en el alambre ante las presidenciales de 2022, intimidado por Marine Le Pen, que es como el fuego fatuo de su padre. Se queda Joe Biden solo ante el peligro. Y Biden no es Dios. Ni seguramente estará exento de las flaquezas humanas y achaques de la edad. Biden no es Hércules sosteniéndole el globo a Atlas. Visto así, estaremos inmunizados, pero no a salvo. Y si me preguntan a quién veo con carácter para llevar Europa a buen puerto, diría que esa persona no es un hombre, sino una mujer, y se llama Ursula von der Leyen, la pequeña exministra alemana de Defensa que al debutar al mando de la Comisión Europea le cayó encima la pandemia que ha matado a tres millones de personas. Erguida tímidamente entre hombres cabizbajos, recuerdo oírle hacer un pronóstico inaudito en marzo de 2020: “Habrá vacuna y será este mismo año”. Nadie le creyó y ha sido como una profecía autocumplida. Basta con ver los vacunódromos atestados y los arrestos con que Leyen ha cerrado acuerdos con Pfizer para vencer las astracanadas y el mal fario de AstraZeneca para cumplir la inmunidad este verano. Hay mujeres que lo están haciendo mejor que los hombres en esta crisis. Que ande con ojo Charles Michel si vuelve a dejarla de pie y sin asiento. El mundo no acaba en Ankara.