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Fin de fiesta

Cuentan -luego será mentira- que desfilando Foronda, vestido de capuchino, en una procesión de Semana Santa, descalzo, se le metió el dedo gordo de un pie en el raíl del tranvía, se le hinchó, y tuvo que caminar hasta Tacoronte, que era donde se acababa la vía, para sacar el dedo y poderse ir a casa. Cuentan también, ya en la dimensión erótica de las procesiones laguneras, que un conocido “rabino” ejerció con tal entusiasmo su profesión que, mientras el cortejo religioso enfilaba San Agustín, él seguía, con su no menos entusiasmada víctima, transitando por La Carrera, redomas en mano y en éxtasis profundo. Lo segundo me lo contó Alfonso García-Ramos, que tenía más capacidad para fabular que Gabriel García Márquez. Y lo primero, lo de Foronda, un médico cercano. Era pariente de otro Foronda, amigo mío, paz descanse, a quien regresando de madrugada a su casa de Santa Cruz desde el Puerto de la Cruz, donde trabajaba como músico -y de los buenos-, se le cayó un burro encima de su coche desde un puente de la autopista y casi lo mata. Como ven, a veces la realidad supera a la ficción. De todo esto me acuerdo en el final de fiesta de la Semana Santa, en la que ni siquiera la Legión ha podido sacar el Cristo, ni los saeteros cantarle a la Esperanza de Triana, ni los fieles de la Villa (de La Orotava) sacar a la calle al Señor del Burrito, figura muy propia. Yo recuerdo ir de madrugada a una procesión en la Villa, pero para comer churros, no por causa de fe. Y porque en esa juvenil distancia en el tiempo uno era bastante novelero. Alguien, creo que Pardellas, me ha escrito para decirme que no me haga el viejo en todas las crónicas. No es que me haga, es que lo soy, pero más bien jacarandoso.

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