bloc de notes

Por una “ley Sarah Halimi”

Es desgarrador el destino de esta mujer, Sarah Halimi, directora de guardería jubilada, a la que molieron a palos antes de defenestrarla

Este caso es desgarro puro. Es desgarrador el destino de esta mujer, Sarah Halimi, directora de guardería jubilada, a la que molieron a palos antes de defenestrarla. La abúlica palinodia en torno a si se consideraba este asesinato antisemita o no; un asesinato perpetrado a gritos de “he matado al diablo”. El silencio de las asociaciones feministas que hacen una gran labor de apoyo a las mujeres maltratadas, víctimas de la violencia doméstica y cuya voz, esta vez, no escuchamos. El veredicto, en diciembre, del Tribunal de Apelación, y hoy, del Tribunal de Casación, en el que se falla que Kobili Traoré, el asesino, con un historial delictivo que acumula una veintena de condenas, actuó, en esa ocasión, presa de un acceso de psicosis delirante y que, por tanto, se le considera penalmente irresponsable.
Por no hablar de las buenas almas que, viendo que la ley ha hablado, pero que no se ha hecho justicia, siguen repitiendo que “comprenden la conmoción de la comunidad judía”, ¡como si fuera solo la comunidad judía, y no toda la nación, la que tuviera motivos para sentirse ofendida por este juicio malogrado y este luto que ahora se torna imposible!
Así que, ante esta derrota judicial y moral, quisiera hacer tres apuntes.

  1. Como los jueces son simples mortales, sujetos a prejuicios, errores de juicio e incluso a las pasiones, no está prohibido, en contra de lo que se oye por todas partes, “opinar sobre una decisión judicial”.
    Sí, la sentencia me revuelve las tripas. Sí, somos un país en que un hombre que lanza a su perro desde la ventana de un cuarto es condenado a un año de prisión, pero si asesina a una anciana judía se libra del juicio.
    Sí, es preocupante saber que el asesino, que no tenía historial psiquiátrico, que no padecía ni padece ninguna patología y que tampoco ha sido objeto, tras su hospitalización, de tratamiento farmacológico, no tardará en recuperar su libertad. Y, no, tampoco está prohibido preocuparse por el estado de un derecho positivo que, a menudo, es prisionero -también- de la cultura de la excusa que flota en el ambiente: el pasado marzo, en Sarcelles, la incapacidad de caracterizar el acto de un individuo que, armado con un cuchillo, agredió a tres persona que salían de una sinagoga con la kipá cubriéndoles la cabeza…
  2. Es cierto que el Tribunal de Casación está pensado para juzgar no ya el fondo, sino la forma de los casos que llegan a esa instancia, pero sus miembros tampoco son robots.
    Tampoco es cierto, como se repite con un masoquismo pasmoso, que su papel deba limitarse a verificar la conformidad de un fallo judicial con el estado del derecho. El Tribunal de Casación podría -perfectamente- haber ido más allá de una interpretación restrictiva de los textos, como hace todo el resto del año; tenía derecho a comentar el silencio de una ley que se abstiene de distinguir entre “acceso de psicosis delirante” y “locura”. Dicho de otra manera, bien que podría haber puesto sobre la mesa la cuestión de este vacío jurídico y, preocupado por ver cómo se estaban confundiendo la irresponsabilidad penal y la inmunidad moral, emitir el siguiente veredicto: “Es cierto que no se juzga a los enfermos mentales y que se entiende que un hombre cuyo juicio está nublado por la locura es irresponsable en términos penales; pero, ¿qué pasa con quien no está loco? ¿Qué pasa con el yihadista que toma Captagon para envalentonarse? ¿Y qué pasa con aquel que, al tomarse una sustancia desinhibidora, ha sido el causante de su propio trastorno neuropsíquico?”.
    El Tribunal, al actuar de ese modo, habría enviado al acusado a otro tribunal de instrucción que, sin duda alguna, le habría hecho comparecer ante un tribunal de lo penal.
    Y habría hecho, repito, lo que suele hacer, que se llama “jurisprudencia”: es justo lo que consigue cuando interviene, a través de sus fallos judiciales, en asuntos de derecho laboral; lo hace cuando propone la reconsideración de los contratos de autónomos de Uber o Deliveroo; también es fuente de creación de jurisprudencia cuando entra a valorar los grandes delitos financieros, como el blanqueo de capitales. ¿Por qué habría de prohibirse intervenir ante una ley que plantea el riesgo de confusión como el de este caso y, por tanto, ante una injusticia tan patente?
  3. Cuando una ley tiene lagunas, es inadecuada, o ya no permite juzgar con sabiduría, la grandeza de una democracia es volver a desplegarla en la mesa de trabajo.
    Y por eso, ante la proliferación de ataques antisemitas, que todo el mundo estará de acuerdo en que a menudo no son más que, por definición, “delirios”, fruto de “accesos psicóticos delirantes” y de “un juicio nublado”, corresponde al legislador entrar en el debate y dar al juez o, mejor aún, al pueblo soberano, los medios para no tener que recurrir a los psiquiatras.
    Eso es lo que propone el presidente de la República. Eso es lo que da a entender el portavoz del Gobierno cuando declara que el consumo de drogas no puede considerarse una licencia para matar. Y eso es lo que tienen en mente los diputados y senadores cuando proponen clarificar el artículo 1221 del Código Penal, en el que se introducirían distinciones sobre los motivos que han provocado el nublamiento del juicio del agresor. Pero ¿es necesario enmendar la ley que pretende aprobar la ministra de Justicia para “restablecer la confianza en las instituciones judiciales?”. ¿O acaso la gravedad del asunto, la urgencia, la necesidad imperiosa de obligar a responder por sus actos a un asesino antisemita o racista, incluso embriagado por un exceso de cannabis, a un gurú identitario o a un imán salafista merecería una ley específica?
    Me inclino por la segunda opción. Y esta nueva ley -aunque no pueda, por desgracia, hacerle justicia de manera retroactiva a la víctima-, sugiero que se llame “Ley Sarah Halimi”.

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