El tiempo siempre avanza inexorablemente, es algo contra lo que no podemos luchar, a pesar de que la imaginación da algunas alternativas para vencerlo. En cualquier ecuación física es una variable de la que es imposible tener una noción negativa. No decrece, no da marcha atrás, y eso es lo que obliga a que cada instante sea diferente del anterior y a que a eso se le llame evolución, aunque a algunas actitudes del pensamiento se les considere involutivas. En este aspecto interpretativo es donde se halla su más compleja relatividad. Yo, por ejemplo, soy considerado un hombre de los de antes y eso que me empeño en zafarme de esa condición pretérita. Antes es un adverbio que se vuelve molesto cuando se le asimila al carácter peyorativo de la obsolescencia. ¿Qué era yo antes que ahora no soy? Mi actitud de mantenerme en una visión actual de las cosas es la misma hoy que hace cuarenta años. Es decir, pretendo ser testigo del tiempo que transcurre y adaptarme con objetividad a los cambios que se presentan. Temo decir que he evolucionado de forma natural para lograr esa adaptación, pero lo que es innegable es que no tengo esa impronta que otorga el estar poseído por cualquier influencia antigua. Es difícil pertenecer limpiamente a una generación desvinculado de las anteriores, ser alguien sin contaminar, entregado plenamente al tiempo en que vive, asumiéndolo no como una postura de los adanistas, que son capaces de inaugurarlo todo, sino cabalgando sobre el recuerdo asimilado de los almanaques. De acuerdo, soy un hombre de los de antes, pero solo porque el calendario me obliga a reconocerlo así. Sin embargo, esto que digo merece una reflexión. ¿Es cierto que mi postura frente a la existencia es tan cambiante para que no quepa en el tiempo actual? Para poder afirmar esto habría que considerar que tanto el tiempo anterior como el actual sufrieron un parón, imposible de aceptar en su naturaleza fluctuante, y se quedaron petrificados para que las generaciones dispusieran del necesario para anclarse definitivamente en él. Esto no es posible físicamente, intelectualmente tampoco. Yo no me detuve en un instante histórico para regodearme en sus propuestas idílicas, mientras veía cómo las cosas iban mutando a mi alrededor a la velocidad con que lo hace el mundo al que pertenecemos. Vivir con el tiempo es una actitud, no una circunstancia. Alguien cree que me hace un favor diciendo que soy un hombre de los de antes, y yo no estoy nada seguro de eso. Está claro que no me gustan las bachatas ni el reguetón, pero es que antes tampoco me gustaban sus equivalentes, que también los había. A veces confundimos a la actualidad con la moda, sin tener en cuenta que la moda es lo efímero y lo que sutilmente se deposita para afianzarse en el pensamiento es lo que viene para quedarse. El tiempo en qué vivimos, para muchos, constituye un empeño en un regreso imposible. Lo malo es que, contradictoriamente, a ese regreso lo confundimos con el progreso. Unos se empeñan en mantener los fundamentos que los llevaron a consolidar una estática de veinte años atrás, como la de los boleros; otros, sin embargo, amplían esta reivindicación a ochenta. Aunque estoy más cerca de esa edad que de la otra, debo confesar que ese tiempo no es el mío. Un tiempo de marcha atrás, de ofuscamiento para intentar levantar las mismas razones que ya fueron testadas, fracasadas y borradas del mapa de las posibilidades, y solo se hallan diseñadas en el ámbito de la nostalgia, o, lo que es peor, del rencor. Puedo admitir que realmente soy un hombre de los de antes, por mi edad no me queda más remedio que reconocerlo, pero ese antes no significa estancamiento ni renuncia a pertenecer a la dinámica evolutiva que nunca se detiene. No estoy integrado en ninguna vanguardia, procuro acomodarme a la época en que vivo y ser un testigo de la actualidad, con la dificultad que conlleva adaptarse a ella sin traumas. Disfruto viendo el transcurrir de lo que está a mi alrededor tratando de dar una respuesta coherente a los efectos que influyen en mi observación. A pesar de todo, algunos seguirán diciendo que soy un hombre de los de antes. Unos creen que es una lisonja y otros que es un baldón, pero yo considero que los que están anclados en el pasado son los otros, los que se niegan a admitir que ser progresista consiste en avanzar y ser conservador en paralizarse o retroceder. A veces pienso que vivo en una sociedad con los papeles cambiados. Seguro que por eso soy un hombre de los de antes.