el charco hondo

Contracrónica (1)

Cuarenta y siete millones de españoles (más, bastantes más) se quedaron en casa este último sábado por la noche. Podría decirse que una mayoría abrumadora -la práctica totalidad de la población del país- desistió de echarse a la calle, optando por hacer lo que responsablemente debía. Nada se ha dicho de ellos. Ni escrito. Ni una sola imagen de alguno de los cuarenta y siete millones de vecinos sentados en el salón, viendo una serie, leyendo un libro, picando algo en la cocina, quedándose sin salir pudiendo hacerlo, contenidos, echándole paciencia, renunciando a quedar con los amigos, aplazando los planes porque no hemos alcanzado la inmunidad de grupo. Hay muchas maneras de tener los ojos abiertos, o de cerrarlos. Dígase que unas decenas de miles, conscientes inconscientes, han condenado a muerte o a la UCI a nunca sabremos cuántas víctimas colaterales; y al paro, también al limbo laboral, porque no habrá resurrección sin recuperación, ni empleo, ni normalidad, no habrá nada mientras la pandemia pueda callejear, galopar sobre los hombros de quienes no han entendido o no les importa nada. Dígase, sí, pero sin condenar a la inexistencia a quienes, infinita mayoría social, de la finalización del estado de alarma a esta parte han demostrado que este país tiene cabeza, y sentido común. A esa inmensa mayoría, sin protagonismo alguno en las crónicas informativas, no le hace falta el toque de queda para comprender que no, todavía no. Basta que decenas de miles dejen la escotilla abierta u olviden cerrarla por culpa del alcohol y las prisas, para que al submarino de los contagios se le multipliquen las bocas de agua; pero, si bien la frustración es comprensible, y el enfado, quién no, cabe abrir el plano y señalar -qué menos- a quienes sí están a la altura, más, muchísimos más. Todo el mundo se echó a la calle -se ha dicho-. Y no. Todo el mundo, salvo esos miles, se quedó en casa. Ahora que Canarias se ha quedado sin toque de queda (estos días, al menos) cabe confiar más, creer en la gente, dar existencia a quienes lo hacen bien, a aquellos que no necesitan militarizar la calle para seguir aguantando, y sacrificando tantas cosas. El ruido de la política de allá, compañero de viaje del derrotismo y el desconcierto, contamina el momento, obligando a que el debate sobre la cuestión de fondo -los derechos fundamentales- sea mirado de reojo, planteado a regañadientes y otorgando una ventaja constitucionalmente peligrosa a quienes, al calor de la urgencia sanitaria, abanderan o dejan correr decisiones que pueden conllevar un retroceso notable de las libertades más básicas.

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