Por Juan Carlos Acosta
El actual hombre fuerte de Chad, Mahamat Idriss, ha asociado estos días el terrorismo yihadista en el Sahel a la caída del líder libio Muamar el Gadafi el 20 de octubre de 2011. Su país ha sido uno de los más pobres de África y ha sucedido a su padre, el general Idriss Déby, formado en Francia y fallecido el pasado mes de abril, abatido en combate contra los rebeldes del Frente para la Alternancia y la Concordia, tras tres décadas en el poder y un solo día después de ser reelegido presidente con el 79% de los votos.
Cierto que se repite el modelo de Estado africano gobernado por un régimen que ostenta la máxima autoridad con mano de hierro después de un golpe militar en un territorio que ve agravada su inestabilidad, paradójicamente, con el descubrimiento de una extensa bolsa de petróleo bajo su suelo, lo que ha desatado una lucha nacional entre grupos paramilitares que pretenden derrocar al Gobierno, cada vez mejor pertrechados por las grandes potencias mundiales de la industria armamentística, entre ellas, otra vez, Francia, aparentemente el primer aliado del dictador muerto.
También es el mismo esquema de la Libia del excéntrico coronel Gadafi, sometida al acoso de los intereses económicos de las multinacionales más poderosas del mundo y los dividendos para sus países de origen, aún a costa de romper los diques de contención que venía apuntalando el líder libio contra las belicosas tribus beduinas, y después de haberle armado hasta los dientes para equipar militarmente, con un pago envenenado, un ejército de mercenarios que, tras su caída, huyó al desierto con lo más sofisticado del arsenal, sembrando de asesinatos e inseguridad esa franja que va desde Atlántico al mar Rojo a través de diez países, entre los que se encuentran el propio Chad, pero también Burkina Faso, donde murieron el pasado día 22 de abril el periodista español David Beriáin y el cámara Roberto Fraile.
No le falta razón al joven Mahamat Idriss, jefe del Consejo Militar de Transición chadiano y general con tan solo 37 años, cuando apunta a aquella guerra en la que participaron 16 países integrados en una coalición autorizada por la ONU y encabezada por Estados Unidos con la contribución de España y Francia, esta última convertida actualmente en policía para controlar las correrías yihadistas en la región y también principal actor interesado en la explotación de los recursos naturales de los países empobrecidos que pueblan la cinta saheliana.
La franja no ha vuelto a ser aquel desierto por el que transitaban mansamente las caravanas de camellos cargadas de mercancías, sino un corredor en el que nadie puede estar seguro; como tampoco volvió Libia, hoy en día un Estado fallido; ni los pueblos que la habitan, cuyos habitantes se ven forzados a huir con lo puesto para dejar atrás el horror y la miseria atravesando miles de dificultades y subir a una barca que les lleve a Europa a través del Mediterráneo, con las consecuencias dramáticas de sobra conocidas por todos.
La evidencia siniestra de los intereses del primer mundo es tal, como también ocurrió con Irak, Siria o Afganistán, que extraña la docilidad moral con la que las organizaciones multilaterales ponen paños calientes al paso de los grandes depredadores y autorizan acciones como las de los países señalados que generan una inmensa emigración desesperada, con decenas de miles de muertos cada año ante nuestras narices.
Déby, Sadam, Gadafi o Al Asad son simples nombres propios conocidos y neutralizables de una u otra manera, pero las cuantiosas víctimas reales seguirán deambulando como zombies durante mucho tiempo como consecuencia de la barbarie de las democracias occidentales en un mundo que no les pertenece.