Un compositor amigo me encarga la letra para un bolero. Y yo no sé escribir letras para boleros. Yo no sé hablar de las lágrimas que son perlas y que caen al mar, ni de la ansiedad de tenerte en mis brazos, ni siquiera de que una rosa pintada de azul es un motivo. Yo no sé decir te quiero con el alma, ni amor de mis amores, ni que han clavado –y no se sabe quién- dos cruces en el monte del olvido; ni hablar de caminos verdes que van a la ermita, ni tengo envidia de quererte, ni me siento traicionado por ti, ni la brisa me trae aromas del café de aquí; ni soy de los Andes, ni he cantado nunca a Cuba y en México no se me ocurrió otra cosa que ir a comprarme un reloj en una casa de empeños. Y, como comprenderán, esta no es letra para un bolero. Ni estoy en condiciones de pedirle a nadie que me bese mucho, ni de elogiar el beso que me diste, porque todo eso queda muy lejano. No estoy tampoco para cantar a la noche tropical, porque me olvidé de ella, ni vivo bajo el palio sonrosado de la luz crepuscular, ni nada por el estilo. Comprendo la desazón de mi amigo, que esperaba una letra de romance y desamor, de embrujos y atardeceres. Sencillamente, no soy un poeta cursi, como el malogrado Manzanero, ni tengo la sensibilidad para mezclar la bebida con el olvido, el caballo blanco con el puma -o la espuma, nunca lo supe- del que tengo que ser amigo. Así que le he dicho amablemente que no, que se busque a otro que le haga la letra porque yo estoy en otra vereda, la que no tiene camino de vuelta, y los amores me quedan bastante lejos, más lejos que el horizonte naranja de los boleros.