En el transcurso de los últimos dieciséis meses hemos acumulado sinsabores, horas en casa, preguntas sin respuesta, capacidad de asombro, días planos, geles, videoconferencias, mascarillas, decretos, ratos aplazados, niveles, abrazos frustrados, aforos limitados y viajes por hacer. Hemos tenido de todo, o no. Sí hay algo que nos ha faltado: las evidencias. De marzo de 2020 a esta parte las certezas han sido un bien escaso. Contamos con los dedos de una mano lo corroborado. Rara vez los expertos, la estadística o los legisladores han mostrado evidencias que avalen suficientemente el aluvión de decisiones que, con la pandemia por bandera, escupen los boletines oficiales. La urgencia epidemiológica simula una cita a ciegas en la que actuamos con torpeza, atrapados en la evaluación continua, gestionando con más ganas que pericia los contextos que el virus vomita. Hemos atravesado el temporal improvisando el manual de instrucciones, equivocándonos o llegando tarde, corrigiéndonos, con un puñado de conclusiones como único equipaje. Sabemos algunas cosas, sí. Al virus se lo ponemos más difícil al aire libre que en lugares cerrados, se mueve como pez en el agua en pisos, apartamentos u otros espacios con ventilación escasa -cerrados o poco aireados- y tiene en los ámbitos no reglados, allí donde no hay seguimiento ni vigilancia, la factoría donde vitamina las curvas y repuntes. Sabemos que las mascarillas son efectivas, y poco más. Evidencias las justas. La ausencia de verdades incontestables marca el día a día del terremoto económico y laboral donde nos ha metido esta crisis. De ahí que la apelación a la falta de certidumbres que ha hecho el TSJC, considerando la Sala que no existen evidencias de que cerrar los locales o limitar los aforos contribuya a reducir los contagios, pueda derivar -si otros juzgados o tribunales lo adoptan- en una enmienda a la totalidad que deje los niveles uno, dos, tres, ocho o catorce sin cobertura legal suficiente, en el aire, sin red. La falta de evidencias, la imposibilidad de detallar datos que evidencien que bares, cafeterías o restaurantes son la causa -y que cerrarlos sea la solución, o la referencia a la menor presión asistencial- vale como argumento para la hostelería, los gimnasios o los cines. Si prosperan las razones del TSJC los cierres pasarán a peor vida, obligando a los gobiernos a articular otros mecanismos de contención. Modular o replantearse la fórmula de los niveles ha sido, y es, una tarea inaplazable para cortar el paso al vacío. El verano de 2021 no se deja gestionar con las restricciones del otoño o el invierno de 2020, aquella realidad se parece pero no es ésta -evidentemente-.