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Mi calle

En mi calle hay una mercería, una dentista, un moro que vende bolsos, una señora que enseña trabajos con estambres, maestra en su profesión; no hay cafeterías, ni tiendas dignas de ser mencionadas, pero sí cajeros de La Caixa y una oficina de las denominadas Store de dicha entidad bancaria. Mi calle es la mar de animada, sobre todo por el diálogo que mantienen con los cajeros los que están tiesos y pretenden sacar de donde no hay. Hace mucho ruido el camión blindado que repone los fondos y los empleados del banco han hecho una leve huelga, por eso de los ERTE, supongo. Mi calle es una caja de resonancia, existe poca cobertura de móviles y por ello hablo a gritos desde el balcón, con lo cual los vecinos se enteran de todo lo que debo y de mis llamadas a los amigos –pocos, porque se han muerto casi todos–. Mi calle no es especialmente animada, aunque los domingos se forman enormes colas de coches que no van a ninguna parte, porque en el Puerto de la Cruz ya no se va a ninguna parte. Sólo para pasar delante del Hannen, lucir las cuatro latas del coche y pasear a la suegra, que es una señora que va siempre en la parte de atrás y que se permite opinar de lo que no sabe, por regla general. Mi calle es empedrada y uno de los pocos accesos al centro de la ciudad, con lo cual la polución es notoria y el ruido, ensordecedor. Con lo del coronavirus tengo las ventanas siempre abiertas y por eso he de limpiar el teclado todos los días, porque se pone negro. También se limpian los suelos y los objetos que me quedan, que cada vez son menos porque los trofeos de toda una vida ya no sirven para nada. Mi calle es lo que me queda; y a mucha honra.

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