A riesgo de que me caiga encima un chaparrón de legisladores, puristas, estadistas o parlamentarios oficiosos, ideólogos, intelectuales y albaceas estatutarios, estirados o estupendos del tuétano insular; así me lluevan escaños de punta o brujos patrios, lo digo, y dejo por escrito, porque si no lo hago me olvido, lo dejo pasar (otra vez, porque ya me ha pasado) y, acto seguido, exploto. Yo confieso. Cuento que hace una eternidad descubrí La Graciosa; la pisé, recorrí, conocí y aprendí antes de llegar a Caleta de Sebo, bastante antes de desembarcar por primera vez para abrazarla sin fecha de caducidad -estando o imaginándola, soñando con volver-. Fue Ignacio Aldecoa quien nos presentó. Parte de una historia, tan sencilla como hipnótica, me llevó a La Graciosa antes de llegar. No había desembarcado y ya estaba allí, queriendo ir para sumergirme en los pliegues o cicatrices que después he recorrido miles de veces, amaneciéndola, cruzándola de un lado al otro, corriendo, caminándola, llaneando, durmiéndola, bajando, dejándome llevar por el silencio o guiar por las primeras luces del día, subiéndola, dejando atrás Caleta de Sebo arrullado por caminos cubiertos de arena, acompañado por el viento frotándose con las montañas, girando hacia Montaña Amarilla o acercándome a Las Conchas para rodearla por Pedro Barba, bañándome en la playa de La Cocina antes de volver al bar de José, en El Veril. En La Graciosa estoy cuando voy o la sueño, las noches que veo salir el último barco a Orzola o las tardes que hago planes para regresar a las calles descalzas, a las noches cuando cae la noche, a recorrerla cuando duerme, a las ganas de volver a estar en uno de mis lugares preferidos de mis mundos favoritos. Sí, confieso. Se lo pongo difícil a quien diga respetar más aquel paisaje, uno de mis refugios, el espacio probablemente más especial de por aquí. La Graciosa nunca necesitó que la bendijeran o ascendieran estatutariamente; no recuerdo si lo pidió, pero ni falta le hizo. La Graciosa no es una de ocho, es ella. Singular. Distinta. Una. Así que, a riesgo de que me caiga encima un ejército de enciclopedistas o politólogos, confieso que en los mapas mi casa son siete, tantas puertas como canta Pedro Guerra. No somos ocho. La sustitución del siete por el ocho confunde, no se ajusta a la realidad, deja a Canarias sin el siete en el que nos reconocemos o reconocen, jode villancicos y canciones, queda forzado e irreal, distrae y arrebata a La Graciosa algo de alma; es una, no una de ocho. Somos siete, no somos ocho -siete y el archipiélago chinijo-. Ya está, ya lo solté.