
Llevan de tres a ocho meses en el campamento provisional para inmigrantes de Las Canteras, y ayer se plantaron en las calles ante la incertidumbre que les ha perseguido desde que decidieran lanzarse al agua, aun a riesgo de perder la vida, en busca de un mejor porvenir. Un grupo de unos 60 malienses internos en el recurso de La Laguna decidió desplazarse hasta el centro de la ciudad al grito de “¡Por favor, libertad!”. Y lo hicieron de manera improvisada, con pancartas preparadas la noche anterior y sin una ruta establecida. La desesperación les guiaba. DIARIO DE AVISOS compartió la jornada con ellos.
A las 11.51 de la mañana tenía lugar una concentración frente al Ayuntamiento de Aguere. Representantes de varios sindicatos ondeaban sus banderas y se hacían eco de las demandas de la Policía Local. Paralelamente, en la intersección de la calle Viana con Obispo Rey Redondo, se agolpaban los africanos. Era el punto en el que se habían dado cita. A partir de ahí, continuaron hacia la Plaza del Adelantado, provocando que los sindicalistas formaran un pasillo a ambos lados de la vía para dejarles pasar. Los aplausos no se hicieron de esperar, pero también las malas caras. Eso sí, a lo largo de sus tres kilómetros de trayecto de vuelta al campamento, bajo el fuerte sol y las altas temperaturas, se toparon, sobre todo, con personas que les apoyaban, si bien hubo a los que le resultó incómoda su presencia.
Transitando la Nava y Grimón, en el Casino había quien no daba crédito a lo que estaba sucediendo. “¿Por qué protestan?”, se preguntaba alguno. Escasos metros más adelante, hicieron un alto en el camino, frente al Museo de Historia de Tenerife, para explicar al DIARIO qué les ha empujado a movilizarse. “En todo este tiempo no hemos ido a la Península. No nos explican nada, y durante el día solo hacemos dos cosas: dormir y comer. Los senegaleses, los mauritanos y los marroquíes sí viajan; los de Mali seguimos aquí y no sabemos por qué”, cuenta un chico, al tiempo que relata que en su país natal aguardan por noticias de él su esposa y sus dos hijos, a los que debe enviar dinero para garantizar la supervivencia.
“No hay color. Somos hermanos, los mismos, pero necesitamos viajar. En Mali hay muchos problemas. Hay gente que ha salido del pueblo y si vuelven los matan; algunos quieren cambiar de religión. Solo queremos salvar nuestras vidas”, declara. Además, señala que muchos de ellos hacen el recorrido hasta la Ciudad de los Adelantados todos los días para vender pulseras y “sacar calderilla” para complementar la comida que les dan en el recurso, de la que se quejan: “No es buena”. Sin embargo, afirma que no les está permitido entrar alimentos al centro, de modo que se ven abocados a tomarse un café y un bocadillo en alguna cafetería cuando reúnen el dinero necesario para pagarlo. “¿Crees que es normal?”, se pregunta.
Mohamed tiene 22 años. Su familia, dedicada a la ganadería, sufre robos constantemente: “Vienen a sacarnos los animales”. De ahí que el miedo sea un sentimiento que le ronda con frecuencia. Hoy son las cabras y las ovejas; mañana puede ser su vida, piensa. De hecho, tiene motivos para llegar a esa conclusión: ha perdido amigos por esa misma razón. El sector primario ha sido su medio de vida desde siempre, y es en lo que sueña trabajar en la que denomina “la gran España”, refiriéndose a la Península. Abdulai (24), por su parte, es hijo único. Se subió a una patera el pasado mes de abril, a bordo de la que estuvo durante cinco días hasta arribar a Tenerife. Explica, apenado, que antes sus padres labraban el campo, pero ahora “son viejos y no pueden trabajar”, así que, “como no había forma de ganar dinero, decidí viajar”.
Una situación más delicada a nivel personal atraviesa Mamadou, que a sus 28 años ve a sus seres queridos “sufriendo la pobreza”, sin nada que llevarse a la boca. Es el primogénito y siente la obligación de sacar adelante a la familia. Mucho más cuando su hermano “está muy enfermo”, pues padece meningitis y no tiene dinero para costearse un tratamiento. Esa es, precisamente, la razón que le trajo a Canarias como parada técnica hacia Madrid, Barcelona, Valencia… donde pueda conseguir un empleo. De nuevo, preguntado por el sector, señala al campo como sustento.
Un coche de la Policía Nacional se para al lado del grupo. A uno de los agentes, cuando los migrantes retomaron la marcha, se le escucha decir por la emisora: “Van hacia el Cristo por la calle Tabares de Cala”, por la que discurrieron hasta el camino de las Peras. Al doblar la esquina del Parque de la Vega, en la vía Catedrático Felipe González Vicén, un vehículo blindado les da el alto. Les piden las identificaciones a tres chicos que hablaban español y les explican que para poder concentrarse deben avisar a la Subdelegación del Gobierno, especialmente para garantizar su seguridad y la de los coches, dado que en determinados momentos interrumpieron el tráfico por no estar previsto un dispositivo. No obstante, permiten que continúen hacia el campamento por la avenida de la República Argentina, y, de hecho, les acompañan para evitar percances. Más tarde se unirían dos motos de la Policía Local como refuerzo.

En el camino, a la sombra de un árbol, una señora hace un vídeo con su móvil desde el coche. Otro hombre detiene su furgoneta indiscretamente en el arcén de la carretera para satisfacer su curiosidad y ver qué pasaba. Y así hasta la rotonda de la TF-13, donde los ocupantes de una camioneta blanca dedicaron fuertes aplausos, puño en alto, a los malienses, mientras estos notaban los efectos de la ola de calor que anunciaba la Aemet y el espeso manto calimoso. Una vez en la puerta del campamento, pasaron a hacer una sentada pacífica, esperando que los responsables del recurso les den explicaciones de por qué parecen estar en un callejón sin salida; en un laberinto.
Así fue. Dos trabajadoras y un trabajador ataviados con chalecos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), entidad gestora del centro, les aseguraron que ya se estaban planificando los traslados -sin especificar si se trataba de devoluciones o derivaciones a la Península-. Según dijo una de las técnicas, incluso se haría en cuestión de horas una prueba diagnóstica PCR a los ocupantes de una de las carpas, para que “Salud Pública les desbloquee para viajar”. Una afirmación que no terminó de convencer a los migrantes, quienes dijeron sentirse “engañados” porque en más de una ocasión les han dado un argumento similar, sin que hasta la fecha hayan visto cambios en su situación.
Es por ello que, tras varios minutos de charla, siguieron sentados sobre el asfalto, viendo pasar las horas. “No nos importa quedarnos aquí. Queremos el billete para viajar”. Algo más que un papel. Un sueño cumplido.
