el charco hondo

Carrà

Ha tenido que morir Raffaella Carrà para caer en la cuenta de que años atrás, antes de que los móviles cayeran del cielo cual tormenta bíblica, lo que pasaba el salón de actos del colegio quedaba en el salón de actos (tuve muchas experiencias y he llegado a la conclusión, que perdida la inocencia en el sur se pasa mejor). Antes de que la tecnología nos condenara a que el vecino del quinto, la madre de la pareja del sobrino o el cuñado de las nochebuenas fotografíe, grabe y reenvíe absolutamente todo, incluso los momentos más insignificantes, patéticos e íntimos, las cosas ocurrían y desaparecían (para hacer bien el amor hay que venir al sur, lo importante es que lo hagas con quien quieras tú). Si acaso el rastro de alguna foto que, normalmente borrosa, quedaba atrapada en los carretes de veinticuatro o treinta y seis que, con paciencia y dinero, se llevaban a revelar a tiendas donde —allá por la Baja Edad Media— te las tenían para recoger en apenas cuatro o cincuenta días. También estaba el super 8, pero aquel artefacto apenas lo tenían y manejaban unos pocos, rara vez se guardaban las cintas, habitualmente las perdía el menor de los hermanos y el visionado de la cinta quedaba en el ámbito estrictamente familiar. Antes de que nos diera por fotografiar, grabar, enviar y reenviar cualquier cosa, lo que pasaba en los cumpleaños, cenas, viajes, apartamentos, playas y bodas quedaba en los cumpleaños, cenas, viajes, apartamentos, playas y bodas (cuantas veces la inconsciencia rompe con la vulgaridad, venceremos resistencias para amarnos cada vez más). Años atrás nos limitábamos a vivir la vida, las cosas ocurrían y ya está. Las risas, los ridículos, los excesos o las gamberradas finalizaban cuando acababan; ahora es diferente, la obsesión por documentar nos tiene en un mal vivir de posados, fotos, vídeos y reenviados. Antes de los móviles disfrutábamos de un apagón que nos ha ahorrado que, años o décadas después, salgan a la luz episodios que merecen quedar en el buen pasado. Ha tenido que morir la cantante italiana para recordar aquella función de final de curso en el salón de actos del colegio, donde la rubia de la clase hizo de Raffaella Carrà con tres bailarines acompañándola con una coreografía infame. Yo fui uno de aquellos tres, y hoy, décadas después, agradezco profundamente que no quedara rastro documental en los móviles. Ha muerto Raffaella —quién no la ha cantado o bailado—. Se ha ido, pero nos tiene desde el lunes con sus canciones martilleándonos la cabeza (búscate otro más bueno, vuélvete a enamorar).

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