en la frontera

Derecho y fuerza

Desde el punto de vista normativista, formalista, procedimentalista, el Derecho incorpora una referencia esencial de coactividad. La fuerza es, en esta orientación, medio y contenido de las normas jurídicas, por lo que el Derecho se asienta básicamente sobre la realidad del poder. Es más, desde una aproximación normativista, es el poder lo que constituye la realidad jurídica, el fundamento del Derecho. Esta concepción, que encuentra quizá su precedente en Bodino y en el mismo Hobbes, tiene, al menos, una consecuencia peligrosa: la conversión del Derecho en fuerza, hoy a la orden del día. Para evitar esta conclusión se reconoce que el Derecho es, efectivamente, poder, fuerza, pero racionalizada. O lo que es lo mismo: fuerza autorregulada. Pero, ¿es posible pensar en el Derecho como fuerza que se autolimita por sí misma y desde sí misma? La idea de racionalidad de la fuerza alude necesariamente a una realidad extrínseca a la del poder que precisamente nos lleva al elemento ético del Derecho; a saber, la noción de finalidad. Porque racionalizar el poder será por algo o para algo: racionalidad sin finalidad no parece posible. De ahí que el Derecho, la norma jurídica, sea racional y, por tanto, ordenada a un sistema de valores. Si no hay racionalidad, Derecho es igual a poder, a fuerza y resultará jurídico, por ejemplo, el nazismo o cualquier fundamentalismo o planteamiento abiertamente opuesto a la dignidad de la persona. Por ello, la idea del poder para el Derecho público debe ser analizada, en mi opinión, desde la óptica del servicio objetivo al interés general. Es más, con la Constitución de 1978 en la mano, como ya hemos comentado, el poder debe estar siempre al servicio objetivo (racional) de los intereses generales que, me parece, se puede traducir por el bien de todos los integrantes de la colectividad (artículo 103 constitucional). En este sentido, Derecho no es, no debiera ser, poder o fuerza racionalizada. Primero porque la idea de la fuerza es una nota excepcional. Segundo porque el elemento central del Derecho es la justicia. Y, tercero, porque en una sociedad democrática, la idea de la fuerza alude a conceptos profundamente retrógrados y emparentados con expresiones que no concuerdan bien con el ambiente en el que se desenvuelve un ambiente de libertades. Cuando el Estado se define por el poder y el Derecho por la fuerza, la razón de Estado no encuentra límite alguno para su despliegue. Incluso se ha llegado a argumentar, desde posiciones que hablan o predican la racionalidad del poder como razón de ser de la norma jurídica, de que en estos casos la finalidad a la que sirve la racionalización de la fuerza es precisamente su incremento o autoconsolidación. Es, con otro ropaje, la vieja tesis de la sofística griega que reaparecerá con virulencia en Maquiavelo y se insertará en el campo de la Moral con Nietzsche. En efecto, el Derecho positivo así considerado no es más que un instrumento del poder político, fin para si mismo, ejercido en ocasiones por los débiles y los mediocres con el propósito de someter y engañar a los fuertes. En este caso, la finalidad se convierte en algo intrínseco al Derecho: entonces fin e instrumento se identifican y vale todo. Es decir, se trata del uso, por parte del poder, de una racionalidad instrumental o táctica dirigida no a buscar ni establecer el fin del poder. Es la pura voluntad del Estado. Al final, sorprendentemente, la racionalidad se instrumentaliza al servicio del poder y el Derecho se convierte en un fino mecanismo de multiplicación, propagación y consolidación del poder, de la fuerza.

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