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La hamaca del Jaragua

En la discoteca del hotel Jaragua, en el centro de Santo Domingo, suena el merengue mientras las chicas se acercan a los forasteros, en busca de una amistad efímera. Hay mucho colorido en el ambiente; te dan ganas de escribir una novela. La música de Juan Luis Guerra es interpretada sin fin por una orquesta de cinco o seis virtuosos de los ritmos de allá. La conversación se mantiene en voz alta; parecen españoles, de esos que jamás han albergado la duda. La pista está llena de manoseos y de movimientos que parecen inverosímiles y los camareros sortean las tertulias con fintas de futbolistas. Una vieja ennegrecida por el sol y con sombrero de frutas camina por los pasillos estrechos que deja la gente vendiendo cigarros cubanos. Arriba, en mi habitación, han desplegado una hamaca limpísima junto al ventanal. La hamaca ha sido bordada con mi nombre e invita a que me la lleve cuando me marche. Me cargarán su importe en la tarjeta de crédito. Dicen que el Jaragua fue de Frank Sinatra, pero en cualquier hotel que elijo para alojarme en Latinoamérica se asocia su propiedad al cantante de Hoboken. El Jaragua es -o era- algo distinto, distinguido y lujoso, con camareras mulatas y limpísimas, impecablemente vestidas y serviciales y atentas. Me acuesto en la hamaca y miro al mar y a las estrellas. En la habitación suena música de boleros y en la calle los haitianos venden pinturas naif multicolores, extendida su obra sobre los muritos que acotan la avenida. Los huesos de Colón, o al menos parte de la osamenta del almirante, duermen su sueño eterno en la catedral, custodiada por un soldado adolescente con fusil de asalto. Santo Domingo en el recuerdo. El chófer Abelito, corruptor de policías, me espera en la puerta del hotel. Alguien me ha dado la tarjeta de un ministro. Mostrarla es como un salvoconducto.

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