tribuna

La Línea de Kármán y el volcán submarino

El nombre de Jeff Bezos es relativamente reciente en la nomenclatura de las élites que manejan los hilos del planeta y de la Historia. Bezos ya forma parte de la eponimia de nuestra época como uno de esos héroes que dan nombre a un espíritu, un modelo, un estilo de competir y vencer. Para los males de la pandemia, estas gentes señaladas con un don desconocido se nos revelan providenciales, acaso son nuestro clavo ardiendo o un amuleto para mirarnos en el Tokio de nuestra olimpiada cotidiana y desearnos suerte.

En su momento, Bezos compareció ante el Congreso de Estados Unidos por ser uno de los amos del mundo y concentrar en sus manos tanto poder como un Estado dentro del Estado. Bezos (Amazon), como Zuckerberg (Facebook), Sundar Pichai (Google) o Tim Cook (Apple), era visto entonces por los congresistas como un Leviatán fuera de control, en la antevíspera de las elecciones de noviembre que llevaron a Biden a la Casa Blanca y a Trump al ostracismo tras ordenar el infame asalto al Capitolio. Bezos era nuevo en el examen parlamentario, un recién llegado al imperio de Occidente y, por tanto, un enigma, una amenaza para el establishment.

Hace exactamente un año, corría el mes de julio de 2020 (y la pandemia tenía todavía las patas cortas cuando parecía de mentira), el dueño y fundador de Amazon representaba una versión insólita del sueño americano, del self made man llevado a su expresión superlativa. El hombre más rico del mundo empezó en un garaje a vender libros por internet; nadie hubiera concebido que el mayor negocio de este siglo lo haría el dueño de una librería y de un periódico de papel, The Washington Post. Algo que explicaba ese efecto imprevisto había, en efecto, disparado las posibilidades exponenciales de crecimiento de un anónimo emprendedor con conocimientos en ciencias de la computación e ingeniería eléctrica. Ahora Bezos, ese algoritmo humano, ha donado al chef hispano José Andrés, que aspira al Nobel de la Paz, 100 millones de dólares para su obra filantrópica de cocina solidaria, tras descender del espacio en su cápsula de ensueño.

Han bastado unos pocos años para dar estos saltos, que Neil Armstrong bautizó como grandes pasos de la humanidad. El hombre que da estas zancadas es de carne y hueso, pero pertenece a una generación de empresarios velocistas que han roto las reglas de juego. Bezos es un prototipo de esta era, en que la inteligencia artificial acaba de acometer en unos minutos la odisea de descifrar las proteínas del ser humano para acercarnos a la curación de numerosas enfermedades letales, ahorrando a la ciencia una espera cifrada en miles de millones de años. En esta nueva lógica sideral de las cosas, Bezos ha cruzado la Línea de Kármán, más allá de 100 kilómetros de altitud, para ver la curvatura de la Tierra, la opacidad del cosmos y sentir la mítica ingravidez en un viaje de ida y vuelta de tan solo 11 minutos.

Abrir las puertas de la aviación al turismo espacial no es una osadía exclusiva de este hombre rapado que sonríe como Monchito, el muñeco colorado de José Luis Moreno, sino una auténtica olimpiada entre Bezos, Richard Branson y Elon Musk. Blue Origin, la compañía aeroespacial del patriarca del comercio electrónico, creada en 2000, irrumpió el pasado martes en el nuevo mercado de astronautas amateurs y millonarios que Branson acariciaba de antiguo al frente de su asolada empresa de quimeras, Virgin Galactic. De ahí que Branson, con menos efectivo en caja que Bezos, no se arredró cuando este puso fecha a su vuelo inaugural, y adelantó sus planes contra reloj para ser el primero en lograr un viaje de ocio suborbital, el 11 de este mes, a bordo de su avión cohete.

Branson es un atleta de misiones futuristas y se lanzó a bocajarro en una prueba definitiva de este inusitado Tokio espacial, como un divertimento de magnates que en mitad de la pandemia han querido dejar claro que el planeta se les ha quedado pequeño. Mientras Bezos y Branson discuten la distancia que alcanzaron sus medallas (uno, 106 kilómetros y el otro, 85), hay un tercer gladiador en liza, que va por delante de sus rivales sin haber competido aún y ya prepara el asalto a Marte. La proeza de Elon Musk, que en noviembre de 2020 transportó con éxito a astronautas de la NASA hasta la estación espacial internacional en el primer vuelo privado, se fraguó en plena expansión del virus, dando un salto sin precedentes que a muchos subió el ánimo. Musk es el más exagerado de los tres. Su asperger, como el de Greta Thunberg, le impide ponerse límites a la imaginación y tiene dos metas a cuál más excesiva: volar regularmente a la Luna y excepcionalmente a Marte.

En este pulso por liderar el turismo espacial, Musk sueña a lo grande y en septiembre elevara su ya legendaria nave Crew Dragon de Space X para un viaje de recreo de tres días en órbita a 540 kilómetros sobre la Tierra.
Musk no se anda con chiquitas. Su horizonte no es la Línea de Kármán (el límite entre la atmósfera y el espacio exterior, situado en 100 kilómetros), en la particular pugna entre Bezos y Branson, sino el insondable espacio de los viajes extraterrestres que auguran futuras rutas interplanetarias. Ese es el lío que se cuece en las alturas entre estas fortunas del siglo XXI. Lo que antes llamábamos el Más Allá y que estos genios galácticos tocan con los dedos porque el mundo en sus manos es un pañuelo.

Hace tan solo una década, en El Hierro, que era el faro del tiempo cuando no tenían cabida estos sueños desproporcionados, entró en erupción un volcán submarino, que nos recordó el origen de las Islas. En la tierra ahora se ceban con nosotros toda clase de temores. Pero bajo los pies y sobre nuestras cabezas están despertando los motores de una generación imprevisible que va a cambiar la Historia, dispuesta a despegar como un cohete con la cola de fuego por encima de todos los miedos que se le interpongan.

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