He decidido cambiar de hábitos, sobre todo para no pensar. Si sigo encerrado en casa, en una reclusión auto impuesta por miedo a la pandemia, me voy a volver majara, así que me echaré a la calle y a la mierda todo. He hablado con amigos médicos y me han dicho que hay miles y miles de personas que no salen de sus castillos y a las que ya les afecta al coco la situación. Así que antes de que a mí me ocurra, y antes de que el totizo se me vire del todo, me voy a la puta calle, al nada que hacer porque las calles están desiertas, como en la canción de Luis Aguilé, paz descanse. Ahora, con el veranito, aunque no sea verano del todo, el tiempo te da chance para pasear y ver paseando a los mismos de siempre, lo cual no deja de ser otro aburrimiento. Yo creo que lo mío es que no me he adaptado a la jubilación, que es el estado natural del hombre viejo. El jubileta es un espécimen decadente y aburrido, que ha perdido la ilusión por todo y que se pasa la vida levantando calderos, a ver qué hay para almorzar. No es mi caso, porque, por no tener, no tengo ni calderos. Pero alerto a los destapacalderos de que no lo hagan, porque levantar la tapa de un caldero es situarse a las puertas de la muerte. Y el que avisa no es traidor. A ver si con el cambio de hábitos pienso menos en cosas baladíes, cosas que no tienen remedio, y me sumerjo en el océano de la buena vida, práctica difícil cuando uno -como es mi caso- anda tieso. Me entretiene mucho eso de estar tieso porque vivo en un equilibrio emocionante, cuyos límites los ponen los finales de mes. Fíjense que mis pensamientos me dan hasta para escribir un puto folio.