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74

He cumplido 74 años. No se trata de una fecha significativa, porque ni siquiera he llegado a la edad platino, que son 75. Pero el puto calendario continúa con su caída imperdonable de la hoja. Quienes me conocen opinan que no debo quejarme, que no aparento esa edad y que aún puedo contarlo. Hace pocos años decían que la vida del ser humano iría aumentando y que todos seríamos una especie de Matusalén al llegar el final del siglo XX. Matusalén dice la Biblia que vivió 187 años, pero vete tú a saber, con lo exagerada que es la Biblia. Se le representa arrugado y con una enorme barba blanca y creo que era nieto de Noé, el del arca. Conozco a gente que, si es verdad todo lo que cuenta, debería tener la edad de Matusalén. Pero generalmente las personas exageran sus vivencias para impresionar, así que me voy a conformar con que a los 74 años sólo tenga una enfermedad: que no camino. Don Diego Guigou, que era un gran pediatra y el cronista oficial de mi pueblo, cogía el coche para recorrer diez metros, o al menos eso me contaba mi padre. Conocí en su casa al médico humanista. Tenía servicio con cofia, como el de antes. Conservo una foto en alguna parte que da testimonio de eso, o quizá la haya publicado en mi libro sobre el Puerto de la Cruz, ahora no recuerdo. Una amiga me invitó el otro día a ver las Perseidas, que no es más que una lluvia de meteoros. Me negué, porque me olí la invasión de magos en las carreteras. Y acerté. Mi amiga me llamó, desolada: “Llevo dos horas y media en cola”. Ni siquiera vio llorar a San Lorenzo. Cuando viajas a Sudamérica en avión, algunas veces el cristal de la cabina del piloto, que tiene varias capas, se va rompiendo. Es el llamado fuego de San Telmo, pero nunca ocurre lo peor.

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