Me pone un cortado descafeinado, con leche de soja templada, corto de café y con sacarina, en vaso de cristal?”. “Pues no”. Es la respuesta adecuada a una petición estúpida, que se incluye en una especie de incultura del café y de sus mil formas, a cual más enrevesada. Un cortadito descafeinado, de máquina. Un cortado descafeinado normal. Un cortado leche y leche. Un capuchino. Un guayoyo. Un barraquito. Un zaperoco. Un café aguado, tipo americano. Un carajillo. Un café bombón. Y mil definiciones más, a cual más absurda, que se han instalado en eso que yo llamo, como ya dije, la incultura del café. El café yo creo que lo inventaron los funcionarios, que le son adictos. A los empleados públicos no les gusta que les pongan máquinas en los trabajos, como en los Estados Unidos, porque así salen a la calle y pierden una horita, como los que van a comprar a El Corte Inglés y dejan la chaqueta colgada en el espaldar de la silla, porque eso les da patente de corso, es como un carné que dice que venir, lo que se dice venir a trabajar, han venido. Otra cosa es que estén. Pero, bueno, no voy a ser yo quien sancione comportamientos que la costumbre ha hecho ley. Yo seguramente haría lo mismo, así que no me voy a erigir en mesías del anti café, porque no lo siento. El leche y leche es necesario para el cuerpo y para el alma. Es mucho peor la mala leche. Este nuestro es un país de cafeadictos, que es un palabro que no existe oficialmente, pero sí en la práctica. El español lo soluciona todo en un café, o a lo mejor no soluciona nada, que es lo más probable. Somos un país cafetero, aún sin producir café, pero lo consumimos con mucho afán. No importa nada que se nos perfore el estómago. Paga la Seguridad Social.