en la frontera

El formalismo

El formalismo, como es bien sabido, trae causa, abreva, en las aguas del positivismo más cerrado, el excluyente, que es una de las causas del denominado uso alternativo del poder o del Derecho, hoy tan en boga en el llamado Estado formal de Derecho. En la Francia revolucionaria, el entendimiento del principio de legalidad como la más alta expresión del culto a la razón, condujo al poder legislativo a su entronización como el gran oráculo de la voluntad general y la libertad humana y más tarde a su ocaso más oscuro. Algo que García de Enterria ha explicado al señalar que el advenimiento de “el reino de la ley” fue saludado así como la aurora de una época nueva, luego abandonada, pues la sociedad actual ha comenzado a ver en la ley algo neutro que ya no incluye necesariamente en su seno la justicia y la libertad, sino que con la misma naturalidad puede convertirse en la más fuerte y formidable amenaza para la libertad incluso en una forma de organización de lo antijurídico o hasta en un instrumento para la perversión del orden jurídico. Hoy, tal vaticinio, de mediados del siglo pasado, se cumple a la letra en tantas partes del mundo. Pues bien, tal fenómeno, hoy a la vista y entre nosotros como resultado del positivismo legalista, ha llevado a convertir a la ley en un simple medio técnico de la organización burocrática, sin conexión con la justicia, lo que explica también que pueda hablarse hoy de un principio de legalidad en las sociedades totalitarias, por cierto, la quinta esencia de la hipérbole formalista, hoy acechando y esperando el momento de cobrarse su presa a causa del abandono paulatino de la fe en los principios democráticos reales. A finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX se produce el tránsito del iusnaturalismo al positivismo conducido y guiado por el imperio de la razón, una razón abstracta y general que pronto se convirtió en la mejor baza para la sublimación de una forma jurídica, desconectada de la realidad, de la justicia. A partir de estos presupuestos surge una ciencia del Derecho en la que la objetividad es pensada como estructura lógico-formal de conceptos reducible a unos pocos principios, de forma que el conocimiento científico se reduce a las estrechas paredes de meras relaciones abstractas. Es sorprendente, pero la ciencia jurídica positivista pretende fundar el Derecho como realidad concreta y singular sobre un método que parte del dogma de la incognoscibilidad precisamente de lo singular o concreto. Esta contradicción el positivismo la intenta superar, como recuerda Sánchez Pedroche, partiendo de que su tarea más importante no radica, por paradójico que parezca, en los contenidos normativos, sino en la estructura formal de la normación. Los contenidos normativos, los valores superiores del Ordenamiento, la materia para entendernos, es para los formalistas el elemento variable y contingente, desechable, pues la esencia del conocimiento científico del Derecho está en lo permanente es la forma, el objeto por excelencia del Derecho. En este sentido, cuando la forma es lo preponderante y la materia lo adjetivo, se desdeña todo aquello que tenga existencia concreta, de manera que la realidad jurídica se reduce meras determinaciones abstractas que se materializaran en cada momento en función de los intereses del que manda. Si el derecho, por el contrario, se piensa como forma que traduce los valores superiores del Ordenamiento a la realidad, la arbitrariedad será, eso, arbitrariedad, pura irracionalidad, tantas veces mero subjetivismo. Hoy, por cierto, a la orden del día en tantos gobiernos y administraciones, tanto en la esfera pública como en la privada.

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