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Hecho en Italia

Hay un pequeño supermercado italiano cerca de mi casa en el que venden el mejor gorgonzola de la isla y el mejor parmesano. Y la mejor pasta. Me he acostumbrado a incorporar a mi menú diario un poquito de ambos quesos y a rociar la pasta con el parmesano fresco rallado, que queda del diez. A ver si después de haber pasado por las penurias de las crisis –me han tocado todas, coño— me voy a volver sibarita post jubilation. Los italianos tienen una habilidad especial para venderte lo que no necesitas y yo hay veces que pico, adrede, para oírlos cómo se esfuerzan en colarte su mercancía culinaria, por otra parte deliciosa. A mí me encanta Italia, soy feliz cuando voy allí, me hace gracia su absurda burocracia (la nuestra no se queda corta) y lo difíciles que hacen las cosas fáciles. La primera vez que viajé al extranjero, si Italia puede llamarse el extranjero, fue a Torino, a probar un coche de la Fiat, no me acuerdo qué modelo. Fue mi anfitrión un comunista de la fábrica, un tipo estupendo, que al ver la horrenda corbata que llevaba me regaló una verde de seda italiana. Gobernaba Franco, así que el comunista estaba muy interesado en cómo se vivía en España y hasta dónde llegaban sus libertades. Entonces en Italia llamaban al sucesor, a don Juan Carlos, Juan Carlos el Breve, pero todos nos equivocamos. El hoy emérito fue un grandísimo rey y el mejor embajador que haya podido tener España. Lástima del episodio del elefante, porque en los asuntos de la bragueta y de Hacienda cada cual escapa como puede (y el que esté libre de pecado que tire la primera piedra). Más tarde, le cogí tanto el gusto a Italia que voy todos los años, de norte a sur, antes de la pandermia. Muchas veces me acuerdo de aquel atento anfitrión y la corbata la conservo.

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