Los talibanes han ganado la guerra y tenemos que hablar con ellos”. Esta es la frase que, según Público, ha pronunciado Borrell como resumen de la crisis afgana. Ha dicho más cosas, pero interesa resaltar lo contenido en el titular de ese diario porque representa la opinión del sector más avanzado de nuestra sociedad. Habla también de la decadencia de Occidente, aunque ese es un asunto viejo que está suficientemente debatido y que esconde un deseo de la caída de un sistema político más que un problema de carácter regional. No es el occidente geográfico lo que está en cuestión, sino su significado político. Borrell lo ha reducido al resultado de un conflicto militar, y yo creo que en eso no acierta porque lo que se ha perdido es un escaque en la estrategia del juego posicional. Está por ver qué entiende el responsable de la diplomacia europea como más conveniente para el área comunitaria. Hacia dónde van sus simpatías en el mundo que pretende representarnos con mayor influencia. Porque lo cierto es que en ese escenario de partidarios y detractores de lo que ocurre en la política internacional, no está claro en qué terreno jugamos. Sin duda alguna es en uno muy resbaladizo para poder asumir a la vez las tesis apoyadas por el progresismo tradicional en conexión con la brutalidad fanática del fundamentalismo religioso. En ese territorio se desenvuelve una izquierda que ha optado por el silencio prudente. A verlas venir, como siempre, no sea que sus socios, hasta ahora justificadores del terrorismo, se cabreen y contradigan una protesta que hasta el momento no está ni se la espera. Por eso Sánchez calla y Bolaños exige sentido de Estado a la oposición. Más o menos igual que siempre. Sorprende comprobar el reconocimiento explícito a quien se supone que ha ganado una contienda militar, una batalla relámpago, una invasión armada a la que nadie se atreve a calificar como una acción destinada a subvertir el orden establecido. Biden ha quedado en entredicho, por lo que nos viene muy bien no estar alineados con él, a pesar de que hasta hace poco andábamos como puta por rastrojo para hacernos un selfi al lado suyo. Ese viejo presidente era la gran esperanza blanca, el faro que iba a alumbrar los modos del progresismo democrático, y hoy, de la noche a la mañana, ha dejado de serlo. ¿Estaremos ahora más próximos a las corrientes que conectan al régimen de los ayatolas iraníes con las repúblicas bolivarianas? ¿Dónde nos encontramos realmente? ¿Cuál es el mundo que defendemos para nuestros hijos y nuestras mujeres? ¿El de los talibanes justicieros que aplicarán su interpretación radical de la ley del Islam o el de las democracias occidentales que hoy empiezan a tambalearse? ¿Para qué se pide la colaboración? ¿Para el inicio del diálogo con quien nos ha ganado la guerra o para plantarle cara tímidamente como si fuéramos la Unicef o Save the children? Ahora devolvemos a los inmigrantes que antes íbamos a recibir al muelle con pancartas. No me siento seguro en un mundo que no se atreve a determinarse por una solución y a mantenerla contra viento y marea. No sé en qué lugar estoy. Todo puede cambiar según convenga. El chico con la trenca que soñaba ser Felipe González para luego demoler su ideario práctico, inventó la Alianza de Civilizaciones y así conseguir que cada cultura pudiera enterrar a sus muertos según sus costumbres. Costó algunas remodelaciones en ciertos cementerios de Cataluña y poco más. Hoy anda perdido, distraído con los humos de los pebeteros chavistas. Desde ese sector no se escuchan críticas a las desmesuras de los talibanes; al contrario, se confía en que sacarán lo mejor de ellos mismos y se portarán bien. Mientras tanto, Borrell les reconoce el triunfo y el socialismo, cada vez más desnortado, asegura que la culpa de todo la tiene el que la oposición no echa una mano.