el charco hondo

Certificado verde (o rojo)

La sanidad británica se planteó en 2016 la decisión de dejar de operar a los pacientes fumadores; y, aunque la propuesta contempló excepciones para los casos más graves o urgentes, el NHS sugirió no intervenirlos salvo que corrigieran su hábito y dejaran de fumar. Las autoridades justificaron la idea aludiendo a los estratosféricos costes que los fumadores causan al sistema, qué decir de los desajustes que provocan en la presión asistencial al ocupar camas, tocar a las puertas de los centros de atención primaria, complicar la situación de las UCI y retrasar u obstaculizar las citas, intervenciones, pruebas y urgencias que demandan (con lógica desesperación) los afectados por otras patologías, situaciones, las descritas, perfectamente importables para radiografiar los problemas que los no vacunados -sean negacionistas o solo escépticos, tanto da- están generando a corto y medio plazo en el sistema público de salud; por ejemplo, en nuestro país o comunidad autónoma. Es ahí, ese es el cruce donde chocan frontalmente las libertades básicas de quienes no se quieren vacunar con los derechos fundamentales de quienes sí lo han hecho. La decisión de no vacunarse se mueve en el ámbito individual, pero cuando negacionistas o escépticos (aquellos que pudiéndose vacunar no lo han hecho) ingresan en un centro sanitario, ocupan camas y someten a los sanitarios y al sistema a tensiones tan costosas como evitables, lo inmediato es exigir que su decisión no agreda el derecho de los demás, especialmente el de quienes, con otras patologías, ven como las listas de espera y la capacidad de respuesta de la sanidad pública se atasca porque está volcada en salvar a negacionistas o escépticos. La dificultad legal en el objetivo de imponerles la vacuna -ponérselas por decreto- bien puede salvarse exigiendo el certificado en cada vez más ámbitos, negándoles el acceso aquí o allá de forma progresiva hasta confinarlos de forma indirecta. El green pass que ha permitido volver a la normalidad a muchos millones de europeos -no evita contagios, pero resuelve la presión asistencial- debe ser exigible en una sociedad donde, como es nuestro caso, quien no se ha vacunado no ha sido por imposibilidad sino por voluntad; si se exige el certificado COVID o un test en aeropuertos u hoteles, qué menos que generalizarlo para trabajar en según qué ámbitos o para disfrutar del ocio y de la vida sin convertirse en un problema para los demás usuarios de la sanidad pública.

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