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Después de la pandemia

Personalmente he quedado muy tocado físicamente después de la pandemia. No camino, me duele todo el cuerpo y mentalmente tampoco estoy en mi mejor momento, aquejado de una serie de matraquillas, la mayoría de ellas sin venir a cuento. Se lo comentaba el otro día a un amigo, que me llamó por teléfono para preguntarme cómo estaba. La falta de incentivos me ha herido gravemente y me parece que no soy yo solo, sino que millones de personas sufren de miedos y depresiones cuando el COVID-19 parece que remite, aunque no desaparece, y el encarcelamiento voluntario se relaja, aunque no del todo. Suelo ser muy obediente con las recomendaciones sanitarias y he seguido al pie de la letra los protocolos de la autoridad, pero repito que estoy lleno de dolores, producidos por la inactividad, no tengo la chispa de antes y se ha producido en mi entorno una tremenda desaparición de amigos. Algunos se han muerto, se los han llevado por delante el virus y el tedio; otros viven, pero atrincherados en sus casas, como si residieran en un barrio de Afganistán. Mi amigo me recomienda que camine y que aparque las preocupaciones, casi todas ficticias, porque caminar es lo más sano del mundo, caminar fijándose uno en las cosas del entorno, y porque un estudioso americano ha concluido que, ante la rumiadera mental de temas chungos, hay que hacerse a un lado, dejarlos pasar. Puede que tenga razón, pero temo que de tanto darle a la cabeza de manera inútil un día llegará el ictus y con él, el final. Lo peor es que, excepto el fútbol, ya no me entretiene nada y detesto escribir, hasta el punto de que he rechazado encargos para hacerlo en los momentos que más lo necesito. El COVID-19 no sólo mata por neumonía bilateral, sino que la mayoría de las muertes se producen por aburrimiento y por reclusión.

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