después del paréntesis

El hombre del subsuelo

Soy un enfermo”. Así comienza el libro que se enfrenta a lo que los “seres comunes” llamamos “razón”. Esa es la agudeza que sostiene la obra más conturbadora del romanticismo, las Memorias del subsuelo de Fiódor Mijáilovich Dostoyevski. ¿Qué la sostiene? Un principio: “la conciencia demasiado clarividente es una enfermedad”. El protagonista que se cuenta a sí mismo en sus memorias se acoge al revés de la magnificencia, es decir, a la ruindad. La integridad lleva hasta la cima “lo bello y lo sublime”, pero el sujeto en cuestión se afana en dar cuenta del hundimiento, de la “nueva” conciencia, eso que encumbra hasta su extremo la radical filosofía de Nietzsche. Porque los grandes bienes de la Naturaleza y del buen sentido no son impares. Los hombres no sustentan semejante estado de las cosas; ni todos por “lo bello” ni todos por “lo sublime”. Y es que Cristo se movió por condenar el mal pero el mal ni ha muerto ni muere. De donde, es depravada la guerra pero los hombres (caros reinos y estados y preclaros luchadores) dan sentido a la guerra y a la destrucción. La templanza, la benevolencia, la generosidad, el juicio… son palabras con significado, pero lo contrario es lo que da sentido y valor a esas pérdidas. ¿Qué da capacidad a la Naturaleza y a las Leyes Divinas para gobernar el mundo? ¿Eso o lo que se arrima a la venganza, a la crueldad, a la denigración, al deshonor…? Eso elige el “hombre del subsuelo”. ¿Menos hombre que yo? El mito de Casanova (1725-1798) arrastra esa desmesura. No cuentan para el caso sus estudios de Derecho, Filosofía y Ciencia, ni que se hubiera alzado como un proverbial violinista en Venecia; alcanza su obsesión por lo contestatario e inédito frente al condenado y acabado viejo mundo. Y así procedió, muy joven, en Roma, cuando no se le ocurrió otra cosa mejor que arrastrar a su amante, una joven que se había fugado de su casa, hasta la residencia oficial del Cardenal que lo acogía. Casanova fue triple en sí mismo: un astuto, un libertino y un seductor, un ser que engañaba, arrinconaba la norma y un bello individuo que usaba su cuerpo en pro de satisfacer. 132 conquistas se le cuentan, y son pocas. ¿Qué queda de esa actitud? Una cumbre literaria, la “Historia de mi vida”. Ahí lo explica: engañar a los que se dejan engañar y sojuzgar la esencia del amor fuera del compromiso y la repetición por el goce fugaz. Lo constató otro memorialista excepcional, Dostoyevski: eso es lo que lleva a un personaje hasta lo excepcional.

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