La vuelta de los talibanes al poder en Afganistán a causa de la vergonzante retirada de Occidente del país colca de nuevo en el candelero varias cuestiones de envergadura moral e intelectual que debemos afrontar sin miedo y, sobre todo, sin dejar dominarnos por el imperio de lo políticamente correcto o conveniente. Primera y principal, el asesinato, el terrorismo, es un crimen terrible desde todos los puntos de vista y así debe condenarse sin excepción alguna. Ahora y siempre. Sean los asesinados periodistas, policías, creyentes, niños, disidentes, sea quien sea, sea de donde sea y sea cuando sea.
Segunda, cada día son asesinadas miles y miles de personas víctimas de las guerras, de la violencia organizada o de la delincuencia común y, la realidad es la que es, la que todos conocemos y la que todos comprobamos a diario más allá de alguna condena formal y de alguna columna de opinión más o menos aislada. Incluso las Naciones Unidas no es capaz, a pesar de la autoridad moral que alberga en su seno, de detener tantas cuantas violaciones de los derechos humanos se producen en el globo cotidianamente.
En efecto, una cosa son los fundamentalistas y terroristas islámicos y otra cosa muy distinta la cultura islámica. Es verdad que todavía, a pesar del tiempo transcurrido, el Islam mantiene algunas costumbres y prácticas que debemos criticar y que buena cosa sería que comprendieran el sentido genuino de la libertad, de la dignidad de la mujer y el sentido de la democracia pluralista. Como es sabido, una de las causas de esta situación reside en que en la sociedad islámica la autoridad estatal y la religiosa se confunden. Otra razón se debe a que Occidente, a diferencia del Islam, sostuvo con Tomás de Aquino que la razón y la fe son dos ámbitos intelectualmente armónicos, complementarios pero diferentes.
También conviene llamar la atención sobre algunos aspectos del Occidente actual, del Occidente de la crisis moral en que estamos instalados, como puede ser la aparición de un individualismo y consumismo feroz que dificulta la participación real de la ciudadanía y la emergencia, como decía Alexis de Tocqueville, del despotismo blando, una forma de autoritarismo sutil que se manifiesta en la fuerza de las minorías tecnoestructurales al mando de las terminales partidarias y financieras, impermeables a la vitalidad real que late en la misma sociedad civil.
La causa principal del auge del fundamentalismo islámico es el fracaso de las instituciones políticas en el mundo árabe. Mientras las élites políticas de Occidente prefieren no ver esta realidad, el Islam está siendo dominado por grupos fundamentalistas rígidos y contrarios a la modernidad. Y, en este ámbito, es dónde Occidente debe propiciar acercamientos culturales con los grupos y movimientos islámicos que detestan la violencia y que quisieran que como una vez aconteció en el pasado, que el Islam volviera a ser un faro y una guía del pensamiento y de la ciencia.
En fin, si la reacción de Occidente se reduce a varias manifestaciones sentidas y a unas cuantas sesiones sobre terrorismo internacional, se perderá de nuevo la oportunidad de trabajar sobre la cultura y tantas realidades en las que se pueden encontrar puntos de vista comunes para empezar en serio a encauzar un problema que no es solo de violencia y terrorismo. Pero claro, esto no interesa a los poderosos, a los que realmente sacan partido de todo este panorama de desolación y muerte.