Mientras Sánchez se inclinaba respetuosamente ante la señera catalana, que es una bandera autonómica, Pedro Aragonés -que así se llama el presidente actual de la Generalidad- mandaba retirar la bandera de España para que no apareciera a su espalda, mientras hablaba. El principio del final de Zapatero comenzó cuando no se levantó al paso de la bandera de las barras y estrellas norteamericana por la Castellana durante un desfile militar. Una boutade que le costó cara a España. Un país que no respeta a su bandera es un país de gente sin alma y sin valores, así que el tal Aragonés no debió mandar a retirarla del salón de la Generalidad, o donde quiera que se celebrara la reunión entre él y el presidente español, y Sánchez tampoco tenía que haberlo permitido. Las guerras de las banderas -han existido varias a lo largo de la democracia española- terminan convirtiéndose en una ópera bufa. Cataluña no va a convertirse en una nación independiente (porque ni siquiera una mayoría de catalanes lo desea) y todos los gestos absurdos que cometen sus dirigentes indepes están destinados al ridículo más espantoso. Aunque, en realidad, esos dirigentes parecen inmunizados contra sus propias payasadas; no las notan, no sienten que las estén cometiendo. Saben ustedes que a mí la política española me aburre soberanamente. Fíjense cómo está la cosa que la razón de que Casado y García Egea, los cerebros del PP, no quieran que Ayuso sea presidenta del partido en Madrid es que a Ayuso la asesora Miguel Ángel Rodríguez, que es un número uno en materia de comunicación política. Y pueden llegar a cargarse el partido por esa estupidez. La gente de la derecha va a terminar votando a Vox, porque el PP es incapaz de pasar una temporada sin pelearse unos con otros. ¿O no recuerdan lo de Cayetana Álvarez de Toledo? Lo de su defenestración fue por celos de Casado.