Llevaba año y medio de arresto domiciliario por la pandemia antes de que unos amigos me invitaran a Madrid el pasado fin de semana. El aeropuerto de Los Rodeos era un caos, los seguratas te tratan al trancazo, no se respetan distancias entre personas, están masificadas las instalaciones. Un auténtico caos lo de Aena. En el avión, a la vuelta, una gorda que portaba a una niña hiperactiva y maleducada, que parecía la del exorcista, me dio el viaje. Si no abrió y cerró sesenta veces la bandeja que correspondía a su sillón fueron pocas. Delante de ella se sentaba un pobre gordo con auriculares que sufrió las embestidas de la infanta: patadas en el espaldar, golpes de la bandeja, jaladas de pelo porque la niña se colgaba del espaldar del gordo. A mitad de trayecto fue visitada por su hermano, un renacuajo de unos tres años, cuya misión en el vuelo era chuparle la cara a su hermana, con la complacencia de su obesa y displicente madre. Una tía y los abuelos formaban parte familiar de la panda abominable de pasajeros incomprensibles. A la llegada me pidieron el certificado de vacunación (fue lo único decente, porque en Madrid no me lo solicitaron). Pero la petición del certificado en Los Rodeos masificaba las llegadas y las ralentizaba, con lo que tampoco se seguían las normas anti covid-19. Un pasajero encima del otro. Es decir, un caos. Y un ruego a Iberia: que mejore la calidad de los sándwiches ya que los cobra tan caros. Y la cobertura de los datáfonos. El edificio terminal de Los Rodeos ha llegado a la saturación más brutal. Si los catalanes no quieren los 1.700 millones para El Prat, que se inviertan en los aeropuertos de Tenerife, sobre todo en el del norte. Los canarios no tenemos cojones para retorcerle el pescuezo al Estado.