Fue en junio de 1949 cuando el volcán de San Juan, situado en la parte geológicamente más joven de la Isla, cambió perfiles, trayectorias y prioridades, obligando a reinventar y renacer, a explorar alternativas. En aquellos años, a finales de los cincuenta, más de ciento veinte barcos canarios -ilegales, les decían- cruzaron el Atlántico solo entre 1948 y 1952, travesías teñidas de penurias, escasas de agua o comida, sobradas de temporales y muerte. Canarias era un volcán que escupía pobreza, falta de oportunidades, privaciones, lejanía, aislamiento y vacíos. Somos la crónica -escasamente anunciada- de generaciones que aprendieron a convivir sobre un territorio que no se dejaba domesticar con facilidad, gente que tiró de imaginación y atrevimiento para abrirse caminos que no siempre encontraron. Canarias nunca lo tuvo fácil, qué decir de La Palma. Tampoco ahora. Décadas después, un volcán toca otra vez a la puerta de miles de palmeros, descendientes algunos o muchos de quienes a finales de los cincuenta y después cruzaron el océano buscando lo que la Isla les negaba y, en otros casos, hijos o nietos de aquellos que optaron por quedarse empezando de cero. No sabemos si el volcán tardará en enfriarse días, semanas o meses -muchos, quizá-. Ignoramos cómo quedará la Isla cuando la erupción deje de cambiarla. Hay que esperar, resulta prematuro e irresponsable anunciar lo que no se deja dibujar. Ahora toca resolver la urgencia, lo inmediato. Y después, pronto o tarde, habrá que repensar el presente y futuro de esa parte de la Isla, darle una vuelta, imaginarla de otra forma, pensarla, atreverse con apuestas que la rescaten del siglo anterior y la sitúen en éste, huir de imposibles, digerirlo, aprovechar las herramientas, capacidades, tecnologías, conocimientos y comunicaciones que no tuvieron en 1949 pero sí tenemos ahora. Los palmeros necesitan calor, sentirse acompañados en este viaje; pero, sobre todo, merecen gestión, realismo, madurez y creérselo. Y emoción, tanta como la que anoche, en esta Casa, con la entrega de los Premios Taburiente, mirando a La Palma -y al fondo del mar- se respiró en el Guimerá . Emociones compartidas para coger aire, seguir viviendo, y hacerlo con firmeza, lejos del derrotismo o la resignación, huyendo de expectativas cargadas de imposibles, inyectando ilusión, creyendo, animando a la revolución que La Palma necesita para apuntalar las fortalezas, sacudiéndose las debilidades para girar su modelo económico, para diseñar el reinicio de la Isla, un desafío que exige cabezas llenas de futuro, un reto que no está la altura de conformistas, acomodados o continuistas.