después del paréntesis

El mercadillo

Fue en el patio de una iglesia en el norte de Londres. Sencilla y maravillosa, como todas las iglesias inglesas, por los jardines que cuidan muertos que se recuerdan y por los interiores lúcidos que en las paredes nombran a los vecinos que engrandecen a los vivos. Y en todo el lugar, un silencio llamativo, respetuoso y halagador que te hace apreciar el sentido que desde sus paredes se expande. A diferencia de lo que ocurre con el pacato catolicismo, un pequeño mercadillo en el atrio de la puerta principal daba sustento a los jóvenes díscolos de la parroquia. Busqué relojes. Los encontré. Me gustó uno de una marca británica conocida. Me pareció tan perfecta la imitación que le pregunté al joven que lo vendía si era original. Rió, claro. Pagué doce libras. El mercadillo de Morro Jable es recorrido los jueves por centenares de turistas. Se encuentra en una explanada mitad de asfalto mitad de arena muy cerca y frente al hotel Riu Palace. Sólo en Puerto Stroessner (en Paraguay) he contemplado tantas falsificaciones juntas, la mayoría pésimas. Pero como en el lugar fronterizo entre Paraguay y Brasil, muchos seres humanos recorren el laberinto en busca de la ganga oportuna. Mejor las que tapan primorosamente las diferencias respecto al original. Eso nos une a casi todos los nacidos en esta zona del mundo, me dije, cuando visitamos Londres, New York, Hong Kong, Pekín, Puerto Stroessner, Estambul, Roma, Morro Jable… ¿Qué nos diferencia?, me pregunté. Busqué relojes y eran muy pretenciosas las imitaciones. La misma cantinela se repetía en voz de aquellos cuerpos negros: “Special price, Good price”. Paré en un puesto de gafas. El hombre que me atendió debía tener unos 24 años de edad. Era de Dakar. Intercambiamos algunas frases en francés y me preguntó: “¿Tú cuántas mujeres?”. “Una”, respondí. “¡Una!”, repitió con admiración. “Yo, cuatro”, dijo; “mi padre ocho, cuarenta y cinco hijos”. “Un ejército”, aduje yo y él rió a carcajadas. La diferencia radica en eso, en que yo, hombre que visita mercadillos en pos de gangas tras previsibles regateos, no contribuyo en este lugar a que los individuos que han elegido vivir de ese modo me engañen, contribuyo a que estos jóvenes amarren su ingenio para sobrevivir. Esa es la diferencia: aquí son una compleja escoria cuando allí, en su país, pueden construir la grandeza en que su identidad se resiste frente a nuestras desmesuras; esa es la diferencia con el Londres que viví.

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