tribuna

La generación que no se rindió

Han pasado, en medio de la tragedia, episodios que definen el hilo argumental de la vida en el curso de esta gigantesca desgracia. El caso esperpéntico del rescate de los podencos de Todoque ha saltado a las redes sociales con la fuerza viral de las historias de a pie que rebasan sus límites geográficos

Los lahares que las posibles lluvias puedan ocasionar sobre la tierra con vegetación en la ya devastada geografía del suroeste de La Palma, esas posibles riadas invasivas de escorias de lava, y su peligroso apelmazamiento sobre tejados y cubiertas, con riesgo de derrumbes, en la peor de las hipótesis, no serían sino más aporte de sombras al ya de por sí oscuro panorama de la isla. Pero, dada la resiliencia demostrada por este pueblo inasequible al desaliento, no cabe la menor duda de que las presentes y futuras embestidas de la naturaleza serán confrontadas con valor y determinación. Y con la fe de las devociones arraigadas, como prueban las Vírgenes de la isla saliendo a las puertas de sus templos para rogar el cese del volcán.

Han pasado, en medio de la tragedia, episodios que definen el hilo argumental de la vida en el curso de esta gigantesca desgracia. El caso esperpéntico del rescate de los podencos de Todoque ha saltado a las redes sociales con la fuerza viral de las historias de a pie que rebasan sus límites geográficos. Un grupo anónimo de vecinos y dueños de los perros en peligro se saltó el perímetro de exclusión con cámaras térmicas y salvó a los canes antes de que lo intentaran los sofisticados drones, y la pancarta que zanja la cuestión (Fuerza La Palma. Los perros están bien. A Team) aporta a esta gesta furtiva hasta un cierto sesgo histriónico, de
desacato o sarcasmo popular. La respuesta de las autoridades, de rechazo a la acción clandestina por vulnerar las normas de seguridad, contribuye a la paradójica ironía del incidente, que ha derivado en una polémica de animalistas contra la ley. No faltarán muestras de afecto a cada especie protagonista de esta lucha por la vida, como la del cabo de la UME que adopta al gato al que salvó de morir asfixiado por las cenizas, tras practicarle una maniobra de reanimación cardiopulmonar. Laguna será su nombre, como el lugar en el que le devolvió la vida cuando encontró al animal inconsciente por las inhalaciones tóxicas causadas por el volcán.

El revuelo de La Palma se hace evidente en todos los órdenes. Es la isla de moda en el mundo, aunque a causa de un desastre natural que siega modos de vida, por suerte, sin víctimas humanas que lamentar. Que la actriz Jane Fonda exprese su estupor y solidaridad desde EE.UU. y el chef José Andrés done a La Palma su premio Princesa de Asturias abundan en esa estela de adhesión y simpatía que despierta la isla damnificada, erigida en símbolo de un mundo que resiste desde 2020 a una pandemia. En Madrid llaman, excepcionalmente estos días, guaguas a sus autobuses en honor a la jerga de los canarios por la crisis de La Palma. Los penachos de dióxido de azufre añaden al eco exterior de la erupción el espejo de lo que transmite por aire la nube de gases que llega hasta África, Europa y el Caribe, etéreo reflejo de la catástrofe geológica.

Nos hemos habituado a la cultura de la volcanología, con un máster de sopetón, como invocaban desde Involcan Nemesio Pérez y toda una cohorte de apóstoles como Carracedo para que el volcán no nos cogiera desprevenidos al despertar de sus letargos prolongados. De ahí que ahora la erupción del Monte Aso, el volcán activo más grande de Japón, nos resulte una noticia correligionaria. Nadie dijo que la lava borrara los recuerdos, ahora lo sabemos; lo que ayer fue el lugar de un encuentro ocasional hoy es un sitio fantasma. La Palma está ahora llena de esos pasajes fugaces.

Tras esfumar a Todoque de la vista humana y poner rumbo a La Laguna con la misma intención, en Tazacorte asoma el terror a que las zarpas del volcán se ceben también con ellos. Es la lógica demoledora del fenómeno, que no repara en daños. La lava se pasea por la calle espantando toda huella humana y las imágenes que hemos visto del monstruo aproximándose a una gasolinera son estremecedoras. El cine no lo habría hecho mejor. Mensajes como “agáchese, cúbrase, cálmese” ante el asedio de los terremotos expresan los ingredientes de la tensión que se respira en la isla desde el 19 de septiembre. Como símbolo, el mayor telescopio del mundo apaga las luces y suspende la observación del espacio hasta que el cielo escampe y la tierra recobre la calma. El Grantecan duerme, como un gigante paciente, lo suyo no es mirar hacia abajo, sino hacia arriba, pero el volcán ha cegado hasta al cielo selecto del Roque de los Muchachos, entre sus daños colaterales.

No es La Palma un hecho aislado. Es el mundo el que vive en estado de alerta de un tiempo a esta parte. En Austria han emprendido una campaña de mentalización ciudadana para prevenir un Gran Apagón que paralizaría Internet, la telefonía, cajeros automáticos, semáforos y servicios esenciales como el suministro de agua. El Ministerio de Defensa se lo ha tomado como una amenaza real, bajo el lema Qué hacer cuando todo se para. Y las autoridades no dudan en persuadir a su población de la necesidad de proveerse de medios de subsistencia, desde velas hasta agua potable y dinero en efectivo, para sobrevivir a un blackout, una terrible situación límite sin luz ni agua, un cero energético y vital tan fulminante contra los pilares de la civilización del siglo XXI extrapolable a cualquier rincón del planeta. Cabe imaginar estos días y los próximos a los austríacos llenando neveras y almacenando recursos equivalentes a dos semanas de camping. No es ninguna inocentada. Es la aparatosa decisión de Estado de un país escarmentado del primer mundo, que llega al extremo de confesar su temor a una causa extraterrestre (una megadescarga solar) que ocasione el día menos pensado un colapso de tales dimensiones. ¿Hemos perdido el juicio, atiborrados de traumas y terrores? O este es el inicio de un mundo alarmado permanentemente, en una erupción compulsiva de conmociones? La base de toda esta guerra de nervios es, como bien sabemos, la pandemia, que precede a una crisis económica inédita y a la sensación de precariedad universal, como nunca antes se recordaba. La crisis volcánica palmera es heredera de este estado de psicosis y convoca en sus riesgos más domésticos todos los miedos acumulados durante casi dos años de lucha contra el virus. De todas las mutaciones de este, la peor ha sido el temor que se retroalimenta en múltiples facetas de la vida, como la nueva manera de ser y estar, de sentirse y existir.
Los desalentadores repuntes de la COVID en Reino Unido o Alemania, algunas muertes recientes como la del ex secretario de Estado norteamericano Colin Powell a causa del patógeno, y nuestra propia evolución, lenta pero innegable, al alza en casos registrados esta semana en Canarias y España, no invitan a la despreocupación. Hace mucho que tal cosa nos está prohibida. Pero no la fe en salir reforzados de todos los desafíos, sin excepción, pues tenemos a favor la mayor experiencia de éxito frente a una catástrofe que ha conocido nunca una generación.

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