Basta de tratar a la naturaleza como un váter. Estamos cavando nuestras tumbas”. El grito de socorro pertenece al secretario general de la ONU, António Guterres, en la desconcertante cumbre climática de Glasgow COP26, donde los líderes mundiales se juegan la última carta en la hora de la verdad. Hay poco margen de maniobra para salvar el planeta de una descomunal crisis ambiental si se supera el aumento de 1,5 grados de temperatura global antes de final de siglo. La cuestión no admite prórroga y el exabrupto de Greta Thunberg (“métanse la crisis climática por el culo”) no deja de ser una expresión gráfica del hartazgo que sentimos todos ante la proliferación de reuniones para hablar del calentamiento del planeta y dejar las cosas como están, sin visos de salida en el callejón del caos de CO2. Hasta la cabezada de Biden, en mitad de una de las sesiones, reflejó esa sensación de que es un asunto tedioso que aburre hasta a las ovejas y de que se trata de cónclaves recurrentes de alta política y baja estofa. Más de lo mismo. DIARIO DE AVISOS anuncia hoy la expedición que ha promovido a Groenlandia para concienciar sobre la agonía del planeta.
No está el horno para bollos. Compruebo, por cierto, una especie de síndrome que podríamos llamar de lustro terminal y que viene cobrando cuerpo en las élites del mundo. El científico checo Vaclav Smil, casi octogenario, publica un libro revelador sobre energía (su tema favorito) y civilización, y augura que el planeta tiene un problema de suministros y en cinco años habrá escasez de agua y alimentos. Esta es la tónica general de los gurús, que repaso entre señales de alarma en distintos frentes.
Como saben, comenzaron alemanes y austriacos a lanzar mensajes apocalípticos a su población ante un supuesto Gran Apagón con el mismo margen de tiempo, antes de cinco años, bajo la consigna de dotarse cuanto antes de comida, agua y dinero en efectivo ante un supuesto infierno catastrófico sin electricidad en grandes regiones de Europa. Y se han subido a ese carro otras potencias. China, por ejemplo, pidiendo a sus habitantes, primero, acopio de bienes por la crisis de las cadenas de suministro y, acto seguido, a su vez, por el rebrote de la COVID, que es una pandemia que no cesa (tras sumar cinco millones de muertos en el mundo) y, antes al contrario, registra récords de contagios en Alemania y Reino Unido. De Londres a Berlin, pasando por la Europa del Este, Asia central y EE.UU., hay en estos momentos lo que la OMS califica un “punto crítico”, como no se experimentaba desde hacía un año. Este sí es un hecho contrastado. España, que es uno de los países privilegiados por la alta tasa de vacunación (casi el 90% de la población diana, el éxito de la ministra canaria Carolina Darias), como ha recogido la bicentenaria revista médica británica The Lancet, no las tiene todas consigo. En cuanto a la COVID, está en las mejores condiciones para soportar otra ola sin desbordar su capacidad hospitalaria. Pero la previsible avalancha de turismo inglés (pese a los pronósticos de que Reino Unido entrará en otro invierno del descontento como en la década de 1970) y alemán, como en el caso canario, conlleva el riesgo de recibir las nuevas cepas (la más activa ahora es la delta plus) por nuestros aeropuertos, donde ya no se ejerce control epidemiológico.
Con todo, con las nuevas aprensiones a padecer un blackout finmundista que deje a Europa a oscuras, y con este razonable temor a un repunte generalizado del coronavirus, lo que más ensombrece ahora mismo el horizonte es aquello que tenía tan claro el asesor electoral de Clinton al acuñar la frase ya célebre de “es la economía, estúpido”. De golpe y porrazo, la inflación se ha disparado en el mundo (en España un 5,5%, irreconocible desde los años 90) y todas las previsiones de crecimiento se han ido al garete. Un día nos sorprendió la falta de camioneros en Reino Unido. Otro día sacudió nuestras conciencias la escalada del recibo de la luz. Era vox populi que los pedidos de coches se eternizaban. De pronto, alguien soltó que en Taiwán no daban abasto para producir microchips tras el parón de la economía mundial a causa de la pandemia. El mayor proveedor de semiconductores, que surte a iPhones, ordenadores y automóviles, tiene dificultades para satisfacer la oferta de chips, en medio de un boom de cuellos de botellas, con los precios por las nubes y carencia de trabajadores. Hay paro en todos los países, pero también falta mano de obra en sectores cruciales. En esta escalada, otras voces convinieron que podía ser preocupante que China acaparara toda la producción a su alcance en perjuicio de Occidente. Aquí y allá comenzaron a quejarse las patronales de la construcción por el encarecimiento y escasez de las materias primas, lo cual paraliza y dispara los costes de las obras. Por último, se alertó, dadas las fechas inminentes de Reyes, que podría darse esta vez un déficit de existencias y stock: algunos juguetes estrella corren el riesgo de no llegar a tiempo a las estanterías de los comercios. La palabra desabastecimiento (más acezante si cabe por la proximidad del black friday y las Navidades, auténticos imanes de las mayores compras del año) se ha ido deslizando poco a poco y ya está instalada en el podio como el primer problema mundial que marca el reloj de las grandes prioridades de este momento. La recuperación económica ha sido más veloz de lo previsto y han fallado las previsiones sobre la capacidad de fabricación.
Es un hecho innegable que, de un tiempo a esta parte, se ha impuesto la cultura de asustar a la gente. Como si la pandemia hubiera abierto una era de miedo para gobernar y los estrategas en prospectiva y logística hubieran concluido que, visto el ensayo general de los estados de alarma y confinamientos supranacionales, cualquier directriz resultaría más eficaz si se acompaña de una llamada al pánico colectivo. Esta adherencia a atemorizar los estados de opinión no debe de ser casualidad. Siempre diremos que, por si acaso, conviene acatar los SOS que nos lanzan.
Pero, de igual modo, cabe pensar si, siendo obsecuentes y sumisos como corderos, no estaremos dejándonos llevar al degolladero. Nos urge dotarnos del viejo sentido crítico que alumbró regímenes democráticos en medio mundo. El borreguismo, que no el negacionismo que atenta contra el sentido común y la preservación de la vida, es una derivada de la pandemia. En términos políticos, acrecienta el poder de los gobiernos, minimiza la libertad y nos expone a cualquier experimento canalla de manipulación. Antes nos acojonaban menos y se aireaban poco los secretos de Estado sobre riesgos hipotéticos de todo orden. Ahora se difunden todos los informes internos de las potencias y el ciudadano de a pie vive con el alma en vilo ante la primera ocurrencia de un analista sobre una amenaza real o imaginaria. Hay una saludable alternativa de desinformación consciente cuando se llega a un punto de saturación. ¿Y quién sabe si este es o no es el caso?