El presidente de la Conferencia Episcopal Española argumentó que él, como Iglesia, ha de pedir perdón por las divisiones, las incoherencias, las inconsistencias internas y la corrupción. Esto es, lo expuesto llevaría a la dicha Iglesia a manifestarse como cualquier entidad civil. O lo que es lo mismo, nada extrañaría que la acción de sus pastores sonara a licencia y llevara a la falta de confianza en la jerarquía. Porque esa es la preocupación oficial: la corporación católica ha de afirmarse como instancia de rango, del papa al sacerdote de la diócesis al cuidado del obispo. Ello junto a la clase cardenalicia y los mandos supremos de Roma.
Eso es la Iglesia. Pero lo que soporta hoy no es lo expuesto por el Presidente tal, sino los escándalos. Es decir, lo que no se aviene a razón es lo que millares de cándidos han sufrido: la agónica pederastia. Y la cosa tiene más sustancia que lo que se reconoce. La estima sacerdotal lo es por la concisión. Lo que un seminarista aprueba a la hora de ser consagrado es un compromiso irrebatible: la existencia toda en Dios, no en el mundo, ni en los sentimientos, ni en los atractivos y, por supuesto, menos en los placeres. Eso consigna. Ahí la responsabilidad. Cada fallo a ese factor afecta de lleno a la institución. Y no es un don divino lo que el particular confirma, es la derrama misma de quien como tal y por sí lo instaura. ¿Qué ocurre? Se dirá celibato. Es posible que esa posición irracional de la Iglesia confirme el motivo. Mas no lo creo del todo. Lo que la pederastia instaura es la perversidad, perversidad que arrima su incuria al poderoso frente al débil, al que puede actuar en pro del otro sin que el prójimo pueda defenderse. Y ese es el atolladero de ese proceder; no solo placer irracional, sino placer abusivo, asunto en el que ningún sacerdote de este mundo pudiera caer. Así es que la institución eclesial pareciera un refugio para este tipo de comportamiento, comportamiento que (hoy lo sabemos) recorre los años y los siglos. Pero no se ha sabido, repito, porque el recurso histórico de la Iglesia ha sido ocultar el pecado, no darlo a conocer. Y eso ha sucedido hasta hace bien poco. Luego, por ello, los curas pederastas han podido actuar y han podido seguir mostrando el disfraz que los reduce: creer en Dios los desalmados. Y en esa instancia se han instalado, para vergüenza de los hombres, caro presidente de la Conferencia Episcopal, uno de los pecados más protervos del mundo: matar a la inocencia.