tribuna

Las encrucijadas del caso Alberto Rodríguez

No puedo no escribir nada sobre esa sentencia condenatoria y sobre lo que ha venido después. Lo hago desde una sensación de indignación. Desde el afecto a Alberto. Desde los conocimientos jurídicos que uno pueda tener, muchos o pocos, y después de leerme sentencia, votos particulares, informe de los letrados del Congreso, última misiva del presidente de la Sala II y señalados antecedentes jurisprudenciales. Y desde la preocupación cada vez más intensa sobre el aquí y ahora de la democracia española.

El caso Rodríguez, el diputado de las rastas, ha transitado por un camino lleno de retrasos y encrucijadas.

Retrasos que no dependían de su voluntad y que de no haberse producido habrían llevado a una sentencia mucho antes de que hubiera accedido al cargo de diputado, por lo que ninguna incompatibilidad/luego inelegibilidad “sobrevenida” le habría privado del derecho a permanecer en el cargo, que forma parte esencial del derecho fundamental de participación política. Simplemente habría cumplido su condena, en el caso de haber sido condenado, y a menos que hubiera habido una coincidencia temporal entre condena y elecciones, habría podido ser candidato, acceder al cargo y permanecer en él durante todo el mandato parlamentario.

Encrucijadas jurídicas que el Supremo ha despejado tomando siempre el camino más tortuoso para los derechos de Alberto.

La primera, la de la presunción de inocencia. Leyendo detenidamente el voto particular de los magistrados discrepantes se hace patente la duda, una muy seria duda, sobre los hechos declarados probados. Se trata de magistrados integrantes de la Sala sentenciadora, que pudieron presenciar y valorar la práctica de la única prueba de cargo, la declaración del policía denunciante, con la misma inmediatez que los magistrados condenantes. Consideran insuficientes los elementos de convicción para destruir la presunción de inocencia del acusado y lo argumentan meticulosamente en el voto particular.

La segunda, la cuestión jurídica de si la sustitución por imperativo legal de la pena de privación de libertad por la de multa se produce en el momento de la determinación de la pena o en el de su ejecución. La opción del juez Marchena ha sido, de nuevo, la más perjudicial para Alberto Rodríguez. Pero los Letrados del Congreso han mantenido exactamente el criterio opuesto, de forma que la inhabilitación sería la pena accesoria de una pena de privación de libertad sustituida en origen por la de multa. Y, por lo tanto, inaplicable. De forma que no habría lugar a discutir si la inhabilitación debía conllevar la imposibilidad de ser elegido para un cargo representativo durante el mes y un día de privación de libertad y tampoco si, durante ese tiempo, debería ser suspendido de sus funciones parlamentarias o si perdería el escaño definitivamente.

Ya sabemos cómo ha ido todo hasta el momento. Un hasta el momento que se convertirá en irreversible, a menos que el Tribunal Constitucional -haciéndose eco de la doctrina que estableció en la Sentencia 7/1992, la del diputado del Parlamento de Cantabria, que parece no haber llegado a oídos de la Sala II- suspenda cautelarmente la pérdida del cargo de diputado.

Las dos encrucijadas en las que concurrían serias dudas jurídicas, la relativa a la prueba de los hechos y la relacionada con la naturaleza y alcance de la condena, se han resuelto contra el principio de “interpretación más favorable” al contenido y ejercicio de los derechos fundamentales (favor libertatis o pro libertate) que es primordial en esa materia y que forma parte de las “tradiciones constitucionales comunes” a las que se refiere el artículo. 6.3 del Tratado de la Unión Europea. Y también de obligado cumplimiento por nuestros tribunales, en virtud del artículo 10.2 de la Constitución.

El poder de juzgar forma parte de la esencia del poder político. Si me apuran, las funciones primordiales del poder en cualquier comunidad humana: tribal, feudal o estatal, consisten en la defensa exterior y en la resolución de conflictos en el seno de la comunidad. Porque de ambas depende la supervivencia de la propia comunidad. En el Estado de Derecho y en la democracia pluralista es, si cabe, más importante la potestad jurisdiccional: porque es la última garantía de los derechos individuales y de las minorías, la que debe atajar las extralimitaciones del poder y las potenciales querencias dictatoriales de la mayoría gubernamental.

Pero es un poder no legitimado por las urnas, al menos en nuestro sistema político. Por eso su legitimidad y su autoridad moral dependen de su ejercicio: de que la interpretación que hagan de las leyes, el respeto a los valores superiores y principios generales del ordenamiento y los razonamientos que les llevan a la decisión sean ampliamente compartidos por la ciudadanía. Y, en el caso de la jurisdicción penal, sea también compartida la propia decisión absolutoria o condenatoria.

Un poder, en fin, que volcado al activismo político se convierte en prácticamente incontrolable.

Y de autoridad moral es exactamente de lo que está huérfana esta Sentencia.

Por otro lado, creo que la decisión de la presidenta del Congreso es cuestionable. Por el fondo y por el procedimiento.

Pero Meritxel Batet sabe que el Sr. Machena sabe que esta Sentencia -en el mejor de los casos- generaría un más que probable conflicto en la mayoría parlamentaria. Y que en el peor, es decir, si la presidencia del Congreso no hubiera ejecutado la Sentencia como el señor Marchena quería, aunque no se atrevió a ordenarlo explícitamente, se abriría un conflicto entre el poder legislativo y el judicial que sería de inmediato aprovechado por la extrema derecha (este PP + VOX) y toda la megafonía mediática que ponen a su servicio los influyentes sectores que sólo reconocen a un gobierno y toleran la democracia si les sirven para hacer valer sus intereses. Y si no, no. Por desgracia, nada de esto es nuevo en la turbulenta historia de esta España nuestra.

Este caso no es solo un caso de derechos fundamentales, aunque debió ser solo eso y resolverse mediante la mera aplicación de sus garantías constitucionales. Que es, en mi opinión, exactamente lo contrario de lo que ha ocurrido.

Es también un asunto de Gobierno, así con mayúsculas. Lo saben perfectamente Marchena y Batet. Y, dadas las altas responsabilidades de ambos, no podían no tenerlo en cuenta.

Batet ha actuado tratando de preservar la paz entre las Instituciones.

Y los que están tratando de deslegitimar a toda costa a este Gobierno y a la mayoría que lo sustenta, aunque de paso se lleven por delante la propia convivencia democrática, han sintonizado de inmediato con la postura de Marchena. Y con una condena que, para muchos ciudadanos, en absoluto goza de la auctoritas que debe legitimar todas las actuaciones del poder judicial.

El caso del “diputado de las rastas”, querido Alberto, le venía como anillo al dedo a esa mayoría conservadora que sin pudor alguno hegemoniza los órganos principales de la jurisdicción constitucional y de la jurisdicción penal.

Porque, para cierta gente de orden, te has convertido en el símbolo de aquellos a quienes debiera estar vedado el acceso a las Instituciones. Y encima tienen el descaro de proclamarse constitucionalistas.

Visto lo visto, me quedo con la sensación de que la condena estaba cantada antes del juicio. Y con la sensación de que el aforamiento, esa anticualla establecida por la Constitución pero contraria a casi todo lo que tenga que ver con el valor superior de la igualdad y con todo lo que de él se deriva, funciona como un salvoconducto para las fechorías de otros. De los mismos de siempre.

*Senador por la Comunidad Autónoma de Canarias

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