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París

Creo que he estado sólo tres veces en París. La primera, invitado por una multinacional. Nos alojaron en el George V, lo cual no estuvo mal, porque es uno de los mejores hoteles de Europa. La segunda, a cargo de Olympus. Conocí Versalles y nos dieron alojamiento en un precioso hotel pequeñito, cerca de la Ópera, con frecuentes sesiones gastronómicas en algunos bistrós. Y la tercera, por mi cuenta, con una amiga a la que se unió otra que trabajaba en una multinacional de la perfumería, con sede en la capital francesa. Tremendos pedos en este último viaje, en el que andábamos en un Mercedes con chófer y nos alojamos en el hotel Intercontinental, un precioso establecimiento construido en 1862. Pocas veces he escrito sobre París y sobre mis visitas al barrio de Montparnasse siguiendo el rastro que dejó nuestro Óscar Domínguez, que pintó más picassos que Picasso. Recuerdo que en el restaurante La Tour d´Argent, en Quai de la Tournelle, me entregaron un pequeño diploma con el número del pato que me comí. El pato es la especialidad de la casa. La Tour d´Argent reivindica su fundación en el año 1582 y dicen que era frecuentado por Enrique IV. En Fouquet´s, Campos Eliseos, robé ceniceros que todavía adornan mi casa y en Louis Vuitton Maison compré unos tenis que me duraron hasta hace poco, que los regalé nuevos. Entonces atábamos los perros con longaniza, y no como ahora, que soy pobre solemne. Pero París, que me encanta, es una de las grandes capitales europeas que menos he frecuentado y cuando cuento mis correrías por la capital francesa a mis enemigos se les erizan los pelos del escroto, algo que a mí me pone bastante contento porque no hay nada más provocador y reconfortante que atizar el fuego de la envidia. París, París, qué maravilla. Me hubiera gustado ser aquel afortunado que viajaba al pasado en París, en la película de Woody Allen. Pero no.

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