tribuna

El canto del gallo

Ya estamos en la sexta ola. El virus ha mutado otra vez y encuentra una rendija por la que colarse. Los negacionistas están ante el dilema de negar al virus o a la vacuna. Algunos han caído en esa batalla absurda, arriesgando poner sus pechos descubiertos ante las balas y les ha tocado. Sus correligionarios, empeñados en mantenerla y no enmendarla, dicen que han muerto de otra cosa, que todo esto es un bulo, una conspiración y un gran negocio. No son pocos, la memez nunca es aislada ni minoritaria. Por eso se dejan ver sonoramente en las redes sociales y sus manifestaciones son reproducidas en los medios de comunicación. El mundo es así de diverso y las democracias dan la opción para que todas las alternativas de pensamiento se muestren en igualdad de oportunidades. En eso consiste su riqueza, aunque muchos no lo entiendan y sigan sosteniendo que la única verdad es la que guardan en sus bolsillos. Negacionistas los hay de todas las calañas y de todas las ideologías. En eso se basa el principio de la militancia: en no dar tu brazo a torcer, incluso hasta el martirio. Esto está escrito en los anales de las lealtades sublimes que hacen marchar al mundo en un balance alternante donde la sangre corre de vez en cuando, en aras de lo que para unos es el progreso y para otros el signo de lo inamovible presidido por el no pasarán.

Yo creo en el sistema porque pertenezco a él. Quiero decir que me responsabilizo con el rigor de las cosas que expongo y me someto gustoso a seguir las pautas de aquellas que no entiendo, pero que están depositadas en hombres igual de sensatos. Son las organizaciones donde descansa nuestra cultura, los mecanismos de control de nuestra sociedad, las entidades que someten a prueba aquellas cosas que van a ser de nuestro uso común. Un medicamento, por ejemplo, comprueba su eficacia en análisis exhaustivos que hoy son puestos en duda por los que todo lo ponen bajo sospecha. No están defendiendo su libertad de elección, están demoliendo todos los principios de seguridad de la sociedad en que vivimos, tirando al suelo al edificio de la ciencia, de la economía, del pensamiento razonado y del progreso. Pero esta acción iconoclasta no es exclusiva de los terraplanistas de la salud, sino que se extiende a otros ámbitos de masas ideológicas que pretenden meter la mano por la boca del tiburón, llegar hasta la cola y tirar fuertemente hasta volverlo del revés. Lo más probable es que pierdan el brazo, pero la fe que les mueve hace que sigan intentándolo.

Las leyes saben que existen, les permite existir en nombre de la diversidad, aunque se protege de ellos creando barreras para que no se las puedan saltar, como los quórums reforzados que dificulten los cambios provocados por el atrevimiento. A veces se establecen líneas rojas, pero ya sabemos que las líneas rojas están para saltárselas. Si no, recuerden las que impuso el Comité Federal de los socialistas a su secretario general, en 2016, y en la situación donde ahora nos encontramos. Alguien dirá que son las coyunturas, pero las coyunturas también son algo de lo que nos debemos proteger. Vivimos a expensas de un relato. Un relato que no está en nuestras vidas, sino en las de los otros, y que aceptamos como espectadores pasivos. Unos lo creen y otros no, según les vaya en la función. Un malvado inoculando un chip en nuestros cuerpos, una serie que alimenta una sesión lacrimógena, un bulo inventado por un tertuliano del corazón, o de los otros, que viene a ser lo mismo, un diálogo que nunca acaba, como los cuentos de Sherezade en Las mil y una noches. En fin, qué les voy a contar… Nos invade el negacionismo por los cuatro costados. Hasta yo mismo me convierto en negacionista de los negacionistas sin darme cuenta, y eso no me gusta. La pregunta es: ¿cómo saldremos de esta sin que nos dañe? Ya lo dijo Jesús: “Antes de que cante el gallo me habrás negado tres veces”.

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