análisis

El papa Francisco en Lesbos: tan audaz como bonachón

Es la estampa más hermosa de toda la semana.

Mientras un puñado de migrantes kurdos agoniza en la frontera con Polonia; mientras los protagonistas del debate público en el resto de Europa miran, con total descaro, hacia otro lado, y mientras aquí en Francia, un histrión embriagado con los vapores del odio anuncia, desafiando el sentido común, “inmigración cero”, aquí hay un hombre, el Papa Francisco, que se desplaza hasta la isla de Lesbos y dice, a pocos metros del campamento de Mavrovuni, tres cosas extremadamente sencillas.

1. Cuando un barco cargado de gente desesperada que huye de la guerra o de la miseria zozobra entre Turquía y Grecia, cuando el mar Mediterráneo se convierte en “un gélido cementerio sin lápida” y en “un espejo de la muerte”, en definitiva, cuando el Mare Nostrum se convierte en Mare Mortuum, no solo naufraga el barco, sino toda la “civilización”: somos la patria de Dante, de Víctor Hugo, de Homero; somos la tierra donde, al final de un peligroso viaje similar al de estos náufragos, desembarcó una princesa llamada Europa, que, en los grandes relatos fundacionales de nuestra civilización, dio nombre al continente. Así pues, lo que se pierde, se hunde y se suicida cuando no hacemos nada para parar esta hecatombe es todo ese legado, ese retazo de memoria y cultura, la propia Europa.

2. Cuando uno de estos barcos llega a buen puerto y tratamos a sus pasajeros como intrusos, enemigos, o incluso como seres infrahumanos, hacinados en las tiendas ante las que hablaba el hombre santo, estamos siendo inhumanos y contraviniendo los mandamientos más elementales que formularon los monoteísmos y, en este caso, el cristianismo: “Una guerra”… Sí, dice el papa Francisco, una “guerra olvidada”. Y específica: “La guerra de estos tiempos”. Utiliza la misma palabra, “guerra”, para describir lo que Bashar al-Asad, por ejemplo, está haciendo con Siria y su población civil. Lo único es que, si las palabras significan algo, esto se trata de una guerra que las democracias, en estado de sitio, amparadas en sus fronteras cada vez más fortificadas, le declaran a una pequeña fracción de la humanidad. Es Europa la que, “con sus guantes de terciopelo”, armada con un “egoísmo” férreo y desarmada por un “miedo” sin nombre, condena a muerte a hombres, mujeres y niños cuya única culpa es, si seguimos la lógica de nuestro razonamiento, haber creído en los principios europeos.

3. Estas mujeres y hombres no son “migrantes”, dice el Papa; no son las masas informes de invasores sin nombre y sin rostro que se blanden como espantajos en los mítines violentos y que incitan a cometer crímenes de los candidatos de la extrema derecha; son personas. Son, insiste, citando a Elie Wiesel y, entre líneas, a Emmanuel Levinas, muchos rostros desnudos y hambrientos a los que hay que mirar a los ojos y ante los que la verdadera valentía sería sentir vergüenza. ¿Acaso algún líder político ha hablado así alguna vez? Y, sin embargo, ¿no es este el sentimiento que nos atenaza cuando, en un telediario o un vídeo de Instagram, nos topamos con el cuerpo de un niño pequeño que ha aparecido en una playa o con el hermoso retrato, con una corona de flores, de esa futura novia kurda que iba a reunirse con su prometido cuando su barcaza volcó intentando cruzar de Francia a Gran Bretaña?

Huelga decir que los actos del papa no constituyen una política.

Y no le corresponde a un pontífice legislar sobre el derecho de asilo ni definir una política de desarrollo para remediar las desigualdades y los desmanes de todo tipo que están despoblando zonas enteras del planeta. Tampoco detener las persecuciones que llevan a las personas hasta la más pura desesperación y las arrojan a las sendas del exilio; ni, menos aún, reformar el convenio de Dublín, que obliga a los exiliados a solicitar asilo en el puerto donde desembarcan y permite al resto de Europa eludir su obligación de acogida; ni, por último, hacer que entren en razón las personas que, de buena fe, se dejan engañar por las cifras fantasiosas que se lanzan como pasto a la opinión pública.

Pero resulta que yo

estuve en Lesbos

No filmé el campo de Mavrovuni, sino el de Moria, que era igual de atroz. Después de mi paso por allí, un gigantesco incendio lo destruyó.

Y sé que hay, a nuestras puertas, una concentración de angustia, horror e inocencia despreciada que, si nos negamos a escucharla, será una mancha indeleble en nuestra conciencia y en la bandera estrellada de Europa.

¿No podemos acoger toda la miseria del mundo?

Esta frase no significa nada.

Es una coartada para la indiferencia, la crueldad y la tibieza de carácter.

Porque nadie, en ningún lugar, se ha enfrentado a “toda la miseria del mundo”.

Es esta miseria concreta la que pide ayuda; es esta miseria de aquí; es este puñado de almas que sufren abandonadas en un vertedero humano; es este pequeño grupo de niños postrados, uno de los cuales se acabará suicidando; son todos estos hermanos de los que soy guardián y que ya no parecen pertenecer, francamente, a la misma especie humana.

Y esta es, en el fondo, la cuestión tan evidente que este Papa ha querido recordarnos frente a todos los ideólogos del “efecto llamada” y la “gran sustitución cultural”, un Papa bonachón a la par que audaz.

Vivimos tiempos extraños en los que sus palabras sorprenden, confunden y a veces escandalizan, aunque el pontífice esté hablando en el más puro idioma de Cristo.

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