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Las mañanas son de terciopelo

Así definía sus amaneceres Demis Roussos, a quien una vez me encontré en Londres meando, con la túnica arremangada, en los baños de un elegante club. Las mañanas mías son más prosaicas; a mí me despierta todos los días, a las ocho, un individuo que profiere insultos contra la banca y el Gobierno de España, a las puertas de la vecina sucursal de La Caixa. Y cuando no, el afilador, con su cara de gallego narigudo, su armónica y su fama injusta de ser portador de la mala suerte. El musical reclamo del afilador me gusta, el sonido siempre lejano de su armónica delgadita y el rodar lento de la bicicleta, una Orbea del año de la pera que resiste a los embates del tiempo con la seguridad de quien domina los cuchillos. Esta mañana he probado a escuchar canciones de Nana Moskouri, que nació en Creta, en La Canea, una ciudad que yo visité hace unos años en un crucero y que lo mismo canta un sirtaki que una habanera, demostrando que para la música bien interpretada las fronteras fueron abolidas. Estas mañanas navideñas parecen aburridas porque empiezan a llenarse de paz y a lo mejor en estos tiempos del humanismo enterrado y de la tecnología resucitada esto no interesa. Nana Moskouri borda ahora La Paloma, la melodía que un mariachi le cantó al emperador Maximiliano de México, la noche de su capilla, porque el noble se lo pidió a Benito Juárez, el indio culto mexicano amigo de Lincoln que acabó con aquella breve monarquía, impuesta desde Europa. Está visto que lo impuesto no funciona, o funciona mal. Además, los meteorólogos se han equivocado una vez más y el sol alarga su dominio en contra de las brumosas previsiones, aunque ellos siempre tendrán la excusa de que vivimos en un microclima, imposible de predecir. No hay duda de que se acercan las fiestas porque aquí llega todo el mundo cargado de turrones.

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