después del paréntesis

Vuelta a la isla

Me apresté a cumplir el desafío: dar la vuelta a la isla en transporte público. Eso le propuse a mi hijo pequeño, probar ante él que un padre es un padre, aunque el mundo se parta en dos. A chicos que se manejan en internet como ángeles con espadas de fuego hay que demostrarles que aún eres aguerrido. Le recordé palabras sobre el particular. Dolores de cabeza sufrí cuando me encontré en Estocolmo sin reserva de hotel y la muchacha de la estación central de autobuses me previno de que, si no andaba con suerte (cosa previsible en el país de Strindberg y de Bergman) podía dormir esa noche bajo un puente de la Sankt Eriksgatan; o a punto de perecer estuve bajo el frío de Malmö por ser quien era y de donde venía; o a quedar sin cabeza en Monterrey por despistado. Esto es distinto, le comenté: territorio conocido, sin problemas. Estación cerca de casa, elegir al azar el sentido, esto es, derecha (para La Laguna) o izquierda (para el Puerto de la Cruz)… Mas resultó, he de reconocerlo, un abismo cada vez más insondable. No tenía toda la vida para semejante menester y una cosa es un reto y otra es que te presenten en tu casa como difunto años después y por la puerta de atrás. Llegar aquí, en Tenerife, a una hora prudente en guagua resulta una empresa tanto o más tormentosa que el viaje de Colón, que salió de Orchilla, allá por El Hierro, hacia lo que él no supo que se llamaría América. Es decir, lo confieso, no pude más. Uno consigue cruzar el océano desde esta punta del mundo a la otra con una barca de juntos, la minora de ánimo puede llevarte a considerar que debas comer menos, acaso hacer 200 kilómetros en bicicleta al día, que cuidar la tranquilidad de ánimo acaso implique hacerte monje budista, que por eso no se paga ni hay Internet ni cobertura de móviles…, es decir, puedes lograrlo, ¡el paraíso!; dar la vuelta a la isla de Tenerife así…, no. No lo resistí, ya digo. En Santiago del Teide pedí auxilio. Mi tono de voz fue tan convincente que me conminaron a degustar cabrito frito donde otras veces lo degustáramos hasta que acudieran en mi rescate. Un coche conocido con climatizador en el que escucho la música que siempre escucho fue el resultado. Mi hijo preguntó, claro, con una sonrisa. “Próstata, niño, próstata. A cierta edad el mundo no es como lo pintan sino como lo meas, y no es menester”. “Ja, ja”, contestó él y yo me acomodé en el sillón delantero para que no me viera el rostro, vaya usted a saber.

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