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¿Y a qué esperan?

Las cifras del coronavirus en Canarias son aterradoras. Me pregunto a qué esperan para confinar. Las fiestas navideñas han disparado los contagios y la irresponsabilidad se apodera de los jóvenes, en perjuicio de los más viejos. Es verdad que el ómicron mata poco, pero mata, y será cierto también que estamos cerca del pico y que luego todo será descenso, cuando ya no quede nadie sin contagio. Aquella viróloga que dijo en este periódico que todos nos íbamos a contagiar tenía razón. Las cifras son espeluznantes y se pueden producir dos cosas indeseables: que el absentismo laboral sea prácticamente absoluto, lo que asestará un brutal mazazo a la economía; y que se colapsen los hospitales (lo cual no parece probable), una catástrofe para la salud de grupo de los canarios. Parece raro que, con la proporción tan alta de vacunas inoculadas, el bicho se haya extendido tanto, lo que da a entender que es preciso perfeccionar las dosis, aunque sin duda han contribuido a que el contagio y sus consecuencias sean mucho más leves. Estamos en medio de una ola terrible, pero la gente parece que, en general, no se da cuenta de la gravedad de lo que está ocurriendo. Es verdad que el número de muertos no supera los que cada año se lleva la gripe común, pero la alarma sanitaria está ahí y todavía se está pensando en si tiene o no que haber público en un partido de fútbol, en donde la gente se pone a insultar al árbitro sin mascarilla, para que se le escuche bien. Y en organizar un botellón nocturno cuando yo he decidido suspender una comida con cuatro amigos, al aire libre y con distancia. No se le puede pedir responsabilidad a los cerebros de lagarto, pero me da que el Gobierno de Canarias, que es quien tiene la responsabilidad sobre la pandemia en las islas, debe endurecer las medidas. Caiga quien caiga.

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