Con los años, cuando cada vez nos parecemos menos a los hijos que fuimos y bastante más a los padres que tuvimos o tenemos, a las conversaciones con los amigos les salen tantas arrugas como a la mirada. La conversación envejece con nosotros, lenta pero imparablemente el guión muda como la piel de las serpientes. Si acaso sobreviven el sota, caballo y rey al que suele recurrirse desde el paleolítico, qué decir del socorrido recurso de contar por millonésima vez lo que pasó cuando pasaban aquellas cosas; pero la espina dorsal de la conversación es otra, otros los asuntos, otros los fantasmas, demonios y pesadillas. La piel de las conversaciones se agrieta, aflorando contenidos que apenas pueden disimular los surcos o las patas de gallo, las canas que cubren sujetos, verbos, predicados y urgencias. El tono tampoco escapa al paso del tiempo. El índice apenas se parece al de años atrás porque, con excepciones, pocas, dejamos de ser lo que fuimos para convertirnos (cada vez que quedan, o quedamos) en urólogos, oftalmólogos, oncólogos y, sobre todo, en endocrinos. Con los años, cuando dejamos de ser lo que fuimos para convertirnos en lo que somos, en almuerzos, cenas y sobremesas se celebran convenciones de médicos especialistas en nada y todo. Estos días, con los atracones haciendo estragos en el cuerpo y la pesa, en las reuniones con los amigos se suceden coloquios, conferencias y comunicaciones sobre buenos o malos hábitos alimenticios. La semana pasada, a los postres, se me brindó la oportunidad de participar en un apasionante debate sobre las cotufas, tal cual. Y no, al parecer no engordan -conclusión, científicamente fundamentada, muy celebrada-. Cuando se comercializan tienen valores energéticos agregados, con cantidades poco recomendables de sal, azúcar, caramelo e incluso mantequilla; sin embargo, si son caseras, y se utiliza el aceite adecuado e imprescindible, las cotufas son sorprendentemente bajas en calorías y, en consecuencia, no engordan. Guau. Qué fuerte. Impresionante. Vaya sorpresa. Y qué excelente noticia. Días atrás, el treinta de diciembre, mi sobremesa con dos buenos amigos finalizó con los tres celebrando poder ver pelis o series comiendo cotufas a manos llenas. Alegrías de edad. Señales de que, efectivamente, la conversación envejece con nosotros. Si hace años hubiéramos escuchado a los de la mesa de al lado debatir sobre si las cotufas engordan o no, al girarnos habríamos visto lo que ahora somos, unos señores mayores que hablan de las cosas de las que suelen hablar las personas mayores.