Entre las víctimas de COVID que se han ido de un día para otro, en un enero desmesurado de ómicron, figuran familiares, amigos, conocidos y gente anónima, todos víctimas inocentes de una plaga. Eduardo Sabaté pertenecía a la plantilla de la Sociedad de Desarrollo de Santa Cruz y era una persona excepcional que había significado mucho en nuestras vidas desde que se incorporó a la familia con su bagaje renacentista de conocimientos intelectuales y su arsenal de juegos de prestidigitación.
Gentes que suponías perdurables en el tiempo, por razones de edad y de sentido común, se han ido como por arte de magia. Antes de que la pandemia revolviera toda lógica al uso e impusiera cánones de extinción cuasi medievales y nos arrebatara la mano y el abrazo, la sonrisa agriada tras la máscara y casi el habla por temor a contagiar al prójimo, creíamos en la longitud de los afectos. Las relaciones humanas no tenían fecha de caducidad a corto plazo, hacíamos planes de jubilación. Eduardo, que era el cuñado que inmortalizaba una vez al año a la prole de sobrinos en la foto familiar del Parque, que era el filósofo de la familia, el psicólogo de nuestra generación, el lector enciclopédico, el sociólogo de la vida y un hombre bueno, supusimos todo el tiempo que envejecería lentamente, dándonos margen suficiente para atesorarnos con su pozo de sabiduría.
Eduardo y mi hermana Ana tuvieron una hija, que rezuma la sensibilidad y el amor al arte de sus padres, la actriz María Sabaté, mi ahijada. La mejor herencia de Eduardo es su ejemplo vital, tan escaso en los tiempos que corren, de indefensión ante el egoísmo y otras pandemias.
Pensé todo el tiempo que Eduardo nunca iba a morir, porque yo no lo vería. Mi último wasap fue el viernes 7 de enero, cómo estás, y el suyo desde el hospital, “por ahora todo bien aguantando el tipo como los vaqueros de antes”. Poco después no contestó al último mensaje. Todo se precipitó rápidamente. Eduardo combatía una enfermedad delicada detectada a tiempo y el virus le sorprendió sin inmunidad por prescripción médica. Fue uno de los escudos humanos de esta guerra. Le habría sacado al virus una moneda detrás de la oreja porque nunca se le vio enfadado y tenía un sentido del humor similar a la paz con que afrontaba la vida propia y adornaba la ajena. Lo que no me explico es cómo el bicho le dio alcance, siendo un avezado maestro de las artes marciales. Ahora que le ha tocado hacer el viaje más largo, este licenciado en Turismo se habrá puesto las botas. Pero nos ha dejado hechos polvo a quienes lo queríamos.