Transcurridos veinte días de guerra, Ucrania recuerda al volcán de La Palma, que parecía eternizarse y duró 85 jornadas a fuego que se hacían interminables. Como toda erupción, esta de la guerra también tendrá su último aliento, pero, a diferencia de Cumbre Vieja, el asedio de Kiev, los bombardeos indiscriminados de los cuatro puntos cardinales del país invadido, la crueldad de los ataques, con cadáveres de civiles en mitad de la calle, todas esas imágenes infames del campo de batalla, propias de una guerra completamente deshumanizada, aventuran el peor devenir que podíamos imaginar a este capítulo descabellado, fruto de la cabeza inescrutable del líder de una potencia nuclear con aviesas intenciones. ¿Y ahora qué? Ahora China va y se mete en la boca del lobo, al trascender su posible ayuda militar al Kremlin.
Putin asciende con sus pezuñas los peldaños que conducen a un conflicto global. Y tras tentar la frontera polaca, EE.UU. ya invoca el mítico articulo 5 del tratado fundacional de la OTAN (como en los ataques terroristas del 11 de septiembre) para apercibir a Rusia de que tocar una pulgada del territorio militar de Occidente tendría respuesta (el principio de defensa colectiva de la Alianza Atlántica) y lo siguiente sería una guerra mundial. El aviso incluiría desde ayer a Pekín; así se eleva el diapasón de la guerra.
Hemos idi adentrándonos en los peores escenarios imaginables del siglo XXI. Si la pandemia nos rompió los esquemas, nos quebró la salud y destrozó la economía del planeta, ahora hemos pasado a una dimensión desconocida de inestabilidad sistémica con el estallido de la guerra de Ucrania. Son riesgos de marca mayor, no en número de muertos, frente a los seis millones de COVID, pero sí en términos de los efectos dantescos que esta contienda puede llegar a alcanzar en el peor de los casos. La mujer embarazada víctima del bombardeo del maternal de Mariúpol, el día 9, que llevamos a la portada de nuestro periódico (la foto de Evgeniy Maloletka, de AP, ya es histórica), hoy es un símbolo de esta masacre. La madre y el bebé han muerto.
El domingo amanecimos siendo conscientes de que habíamos estado a 25 kilómetros de la III Guerra Mundial. Esa madrugada, Putin ordenó disparar una treintena de misiles sobre la basa militar de Yavoriv, al oste de Ucrania, junto a Polonia, que es miembro de la UE y de la OTAN.
Si los chinos no lo remedian, tenemos Mariúpol (la comparan con el Guernica de esta guerra) para rato, expuestos a que salte la chispa que provoque el infierno más temido. Que las potencias occidentales no accedan a la demanda de Zelenski de instaurar una zona de exclusión aérea en el cielo de Ucrania para no dar pretextos a Putin al primero de sus cazas derribados, ya hoy no es ninguna garantía.
El dictador ruso, en su desquiciado despliegue por tierra, mar y aire, con su kilométrica columna de tanques al ralentí, su pospuesta toma de Kiev y un desembarco en Odesa sin consumar, nadie sabe qué pretende en última instancia, si morir matando o poner punto final antes de que sea tarde, a juzgar por la cuarta ronda de negociación que hoy continúa. Putin va camino de ser objetivo de la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra, como alertó Sánchez en La Palma. Su letanía no parece tener fin, pero China -el aliado que le queda- entró en estado de shock, como el resto del mundo, viendo a su socio perder los papeles matando a niños y mujeres por las calles en una espiral de fuego que no le habríamos consentido a Trump. Acaso el margen de espera solo distaba 25 kilómetros de las bombas. Alguien en las alturas ha de tomar la última decisión.